El 25 de abril de 1974 tuvo lugar en Lisboa la llamada
“Revolución de los Claveles”, un
pronunciamiento incruento que terminó con la dictadura de Salazar. Aquel
Movimiento de Capitanes se habían conjurado en el Sporting de Lisboa unas semanas
antes con motivo de un partido internacional, que habían decidido dar un golpe
de mano tras escuchar “Grándola, vila
morena”, canción compuesta tiempo atrás por José Afonso. España por entonces seguía siendo “different”, pero sólo tres meses más tarde Franco enfermaba de tromboflebitis, el príncipe de España tomaba las riendas del Estado de forma
provisional y los políticos, con Arias
a la cabeza, veían masones por todas partes. Como decía Luis González Seara, fallecido hace pocos días: “¿Que descubre usted
en la sala de estar de su amigo unas columnitas como soporte de una lámpara?
¡Masón a la vista!”. En España empezaba a haber impaciencia y aparecía el
espectro de la política del miedo (Montesquieu
veía en el temor el principio del despotismo) el cierre de revistas y
periódicos y la batalla de las asociaciones. Hoy, 42 años más tarde, leo en la
prensa que “los capitanes de la
Revolución de los Claveles vuelven a la Asamblea de Portugal tras
cuatro años apartados”. Pero, y eso es lo peor, ya casi nadie recuerda a Celeste
Caeiro, costurera, camarera y estanquera, y que aquel 1974 cumplía un año
el restaurante donde ella trabajaba. Los dueños del local quisieron hacer una
fiesta para celebrarlo y no faltó la compra de flores. Pero el 25 de abril, al
llegar al trabajo para cuidar de la guardarropía, su jefe comentó a los
miembros de la plantilla que se había suspendido la fiesta porque estaba
produciéndose una revolución, pero que podían ir al almacén a recoger flores,
si lo deseaban, para que no se echasen a perder. Celeste salió a la calle con
unos claveles rojos y blancos con curiosidad, por ver qué sucedía. En la Plaza del Rossio los tanques
esperaban órdenes. Un saldado le pidió a Celeste un pitillo. Ella no pudo
dárselo porque no fumaba. Pero tomó uno de sus claveles rojos y se lo entregó
al soldado, que lo colocó en la bocacha apagallamas de su fusil de asalto. El
resto de soldados pidieron a Celeste claveles, ella los entregó todos, y los
soldados colocaron sus claveles en la boca del fusil imitando a lo que había
hecho el primero de ellos. Celeste, que apenas medía metro y medio de altura y
que, de vivir, pasa de los ochenta años era hija de española, la menor de tres
hermanos. Apenas conoció a su padre, que los abandonó. La historia se repitió
con el padre de su única hija, que se marchó sin dejar rastro y la convirtió en
una madre soltera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario