Hoy es el día, desde hace muchos, que he podido salir a la
calle sin paraguas. Primero en San Sebastián, donde estuve cuatro días; después
en Collado-Villalba, donde he estado
cerca de quince. Cuando me levantaba de la cama miraba por la ventana de mi
habitación abuhardillada por ver cómo estaba
la sierra de Guadarrama. La cruz
de Cuelgamuros se convirtió en mi barómetro: si no se veía, malo. El paraguas
ha sido, como decía, ese palio de pequeñas dimensiones que me cubría para ir a
comprar el pan al despacho de Hernández,
en la Calle Real.
Hernández sabe manejar el hojaldre con aseo, esa masa crujiente que trajeron
los árabes y que quedó plasmada en el Libro
de Arte de Cozina, editado en Salamanca en 1607, por el cocinero Domingo Hernández de Maceras. En él se
distingue entre las diversas masas de hojaldre rellenas, a las que llama
pastel, pastelillo o pastelón, según el tamaño. Se cuenta que en Francia, en
una famosa panadería, trabajaba un ayudante una masa que le encargó el jefe
panadero. A este ayudante se le olvidó poner la mantequilla en la masa, y
cuando se dio cuenta la masa ya estaba amasada sin la mantequilla, y temiendo
recibir una bronca de su jefe, extendió la masa, le puso en el centro la
mantequilla y le dio varias dobleces a la pasta. Al final llegó el jefe e hizo
sus panecillos como siempre. Al ver que la masa se elevaba de una manera
uniforme y hacía varias capas entre sí como un libro llamó a su ayudante. Al
explicar éste lo que había pasado, el jefe le felicitó por la nueva masa que
había creado. Hay que recordar que a principios del siglo XVII unos pocos, la
aristocracia y los clérigos, comían hasta el hartazón. Pero el resto de los
mortales pasaba hambre. Sobrevivían merced a las sobras de los conventos y de
la caridad. O sea, poco y a lo mucho una vez al día. Como consecuencia de ello
aparecieron los gallofos y los sopistas. La gallofa era la vida
holgazana de los que se daban a la
gallofa, o sea, los pedigüeños. Así hizo referencia a este tipo de individuos
Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana o española,
(imp. Luis Sánchez, 1611, 78 páginas):
El pobretón que, sin tener enfermedad, se anda holgaçán y ocioso,
acudiendo a las horas de comer a las porterías de los conventos [...]. Y porque
la mayor parte son franceses, que pasan a Santiago de Galizia, y por otro
nombre se llaman gallos, los dixeron gallofos, y gallofa el pedaço de pan que
les dan. También les llaman galloferas: y todo tiene una significación.
Gallofear, andarse a la gallofa. Y púdose decir gallofa, quasi galli
ofa, mendrugo de pobre francés y de aquí se derivan gallofo y gallofear.
En fin, he comenzado escribiendo sobre del tiempo para
terminar haciendo referencia a los hojaldres, a la Pastelería Hernández
de Collado-Villalba y a los pobretones que acudían a comer a las porterías de
los conventos. Y por aquello de las asociaciones de ideas, me entero de que
“una mala mañana, el pastelero Pedro
Martín, en compañía de su colega de Béjar el señor Cela, se llegó a dejar unos postres en el vecino pueblo de
Serranillos –en las primeras trochas de Gredos y las últimas de de la sierra de
Mijares- con tan mala fortuna que se le fue un pie entre dos peñas y allá rodó,
envuelto en su manta y rebozado en su merengue y en su crema, hasta que San Cristóbal, patrono de los
caminantes, y el señor Cela, dulcero bejarano, pudieron liberarlo de tan duro
trance. A poco más, se mata”. ¿Qué dónde he leído eso? En Judíos, moros y cristianos. No lo cuento yo, sino don Camilo José Cela, cuyo centenario
de nacimiento se cumple el próximo 11 de mayo, y al que siempre tengo presente.
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