viernes, 8 de abril de 2016

Superioridad vital del vencedor





Entre la larga lista de libros prohibidos por el Vaticano una vez desaparecido el Índice se encontraban, por ejemplo, El Lazarillo de Tormes; el Prólogo de Emilio Castelar a la Historia General de la Masonería, de G. Danton; la Crítica de la razón pura, de Kant; y, asombrosamente, el Gran Diccionario Universal, de Larousse. La lista sería agotadora por interminable. Era, según parece, un inventario de libros perniciosos para la fe y las costumbres. Me asombra que no se diga nada en ese amplio rol sobre las novelas Marcial Lafuente Estefanía, donde hubo incontables tiros y muertos. Perdonen la broma. El conocido Index librorum fue publicado por primera vez, a petición el Concilio de Trento, por Pío IV en 1564. La última edición data de 1948, aunque no fue hasta 1966 cuando Paulo VI lo suprimió definitivamente y dejó de ser anatema la lectura de esas obras. Pero pese a la desaparición del Index, el Vaticano hizo públicas nuevas regulaciones referidos a libros, escritos y medios de difusión que incluyó en dos artículos (831 y 832) del Código de Derecho Canónico. El artículo 831, en su apartado primero señala que “sin causa justa y razonable, no escriban nada los fieles en periódicos, folletos o revistas que de modo manifiesto suelen atacar a la religión católica, o a las buenas costumbres; los clérigos y los miembros de institutos religiosos sólo pueden hacerlo con licencia del Ordinario del lugar”. Y en su apartado segundo se señala que “compete a la Conferencia Episcopal dar normas acerca de los requisitos necesarios para que clérigos o miembros de institutos religiosos tomen parte en emisiones de radio o de televisión en las que se trate de cuestiones referentes a la doctrina católica o a las costumbres”. En el artículo 832, “los miembros de institutos religiosos necesitan también licencia de su Superior mayor, conforme a las normas de las constituciones, para publicar escritos que se refieren a cuestiones de religión o de costumbres”. A mi entender, parece inteligente que la Iglesia Católica pretenda “controlar” las lecturas de su feligresía en materia de fe. Lo que no comprendo es que, además, intente por todos los medios a su alcance controlar las costumbres que, como las tradiciones, son tendencias adquiridas a base de tiempo y que asume toda la comunidad. De hecho, la costumbre es la raíz que informa al Derecho consuetudinario. La fe, sin embargo, es una virtud teologal,  el conjunto de creencias de una religión. Pero también existe la fe publica, la fe de vida, la fe púnica, la mala fe, dar fe, a buena fe, de mala fe, prestar fe, auto de fe, y la fe de erratas (del latín errata, cosa errada) que es, a mi entender, el acto de contrición del editor ante el agudo lector que en nada está dispuesto a dejar pasa por alto un evidente gazapo. La “fe de erratas”, en rigor siempre necesaria, no debe confundirse con la “fe de errores”. No quieren decir lo mismo. La fe de erratas, o de referencias cruzadas, es la lista de deslices generalmente de poca trascendencia observados en una publicación y suele insertarse al final del texto. Fe de errores, en cambio, es del mismo paño que información errónea, que aparece en la prensa escrita con más frecuencia de la deseada. Irrita al lector de diarios y suele aclararse mediante la oportuna nota de rectificación en la sección “cartas al dirctor”. En el caso concreto de la Iglesia Católica, con su famoso Índice, procuró “capar” intelectualmente a sus fieles creyentes, al tiempo que también intentaba controlarlos mediante el Sexto Mandamiento y los regímenes de la castidad, como quedó claro durante nacional-catolicismo, donde se enseñaba a los españoles que existían tres formas de virtud de la castidad: la de los esposos, la de las viudas y la de la virginidad. Ya lo decía Ortega respecto a la normalidad histórica: “El prestigio ganado en un combate evita otros muchos, y no tanto por el miedo a la física opresión, como por el respeto a la superioridad vital del vencedor”, o sea.

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