Lo más sensato que he leído en los últimos días ha
sido hoy en La Vanguardia, donde el
ministro de Universidades, Manuel
Castells, en su trabajo “Salud,
pesetas y amor”, deja claro lo que todos nos negamos a reconocer: “Si un
país desescala por ansiedad económica antes de tiempo, sectores enteros se
hunde, como el turismo. De ahí los titubeos constantes de las políticas públicas.
Abrimos un poco, cerramos un poquito, abrimos más, cerramos de repente,
desconcertando a mucha gente, sembrando la ruina en miles de pequeñas empresas
y suscitando el paro temporal o permanente de millones de trabajadores,
mientras las familias agotan sus ahorros, se retrae el consumo y se profundiza
la crisis”. España, también otros países de nuestro entorno, se mueven en ese
bucle diabólico. En nuestro país las presiones por reabrir los negocios cuanto
antes, sobre todo los negocios relacionados con el sector de la hostelería y el
turismo, nos han llevado a una situación catastrófica de difícil solución.
Aquí, en esta España cañí, se puede vivir sin bibliotecas, sin museos, sin
teatros…, pero no se puede vivir sin bares. No importa si éstos son elegantes o
cutres; si sus camareros son profesionales o ganapanes detrás de una barra; si
te ponen vaso para verter el contenido del botellín de cerveza, o te ponen el
casco sobre la mesa de velador para que “bebas a morro”, como se ve en las
películas. Esos detalles son lo de menos. Lo importante, lo que mola a los
carpetovetónicos es poder estar, solo o acompañado, en el interior de ese segundo
living-comedor (sin sofá de escay ni
calendario enmarcado sobre la pared de Unión
Española de Explosivos) revolcados en el merengue de ruidos de tragaperras,
vocerío, servilletas grasientas de papel por el suelo y cierto tufillo a tigre.
Y si el camarero se llama Paco, nos
tutea, viste de negro, luce barba de tres días, patillas garrulas y unos aros
de dilatación en las orejas, miel sobre hojuelas. Un bar sin esas
características está condenado al fracaso. Seguro, oiga.
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