El monocultivo del turismo se ha ido a hacer puñetas,
o al carajo de la vela. José Alejandro Vara,
en un artículo de Vozpópuli, “La Corona tullida y la España fallida”,
señala que “los cimientos de nuestra convivencia están al borde del colapso”.
La pandemia del coronavirus no se arregla sino que está empeorando; el sistema
económico está quebrado; la Monarquía se tambalea como un vetusto caserón de La
Habana vieja; el Gobierno pretende liquidar a Montesquieu al estilo del goyesco “Duelo a garrotazos”; el Emérito, no pronuncies su nombre,
sigue desaparecido como don Beltrán
con la polvareda; los “juancarlistas”,
que no monárquicos, se esconden como los alacranes bajo los guijarros para
otear el negro panorama a través de los visillos de casa en un autoimpuesto
confinamiento de brasero y mesa camilla; todo ello, como dice Vara, en “un
escenario nada tranquilizador”. Para el sagaz columnista, “a los analistas se
les ha puesto cara de cenizos, se instalan en el 98 y citan obsesivamente a Unamuno,
a Baroja y hasta a Azorín, con esa 'prosa de pan rallado', que decía el
otro. Es
algo injusto porque aquel cambio de siglo dista mucho de las convulsiones de
ahora. La pérdida
del último vestigio colonial, Cuba y Filipinas, fue episodio tan triste y crepuscular como inevitable. Poco antes
habían asesinado a Cánovas, sí, pero
la agitación tranquila de la Restauración se mantuvo en pie, la Constitución
aguantó cincuenta años, con algún cimbronazo pero sin sangre, hasta el golpe de
Primo de Rivera, y aún después.
Visto desde nuestra tenebrosa actualidad, no había para tanto desconsuelo ni
tanta amargura”. Lo de ahora pinta peor. El pasado día 12 de octubre se
podía cortar el silencio en el Patio de Armas del Palacio Real. Se notaba
tensión en el ambiente pese a que las obligadas mascarillas ocultaban los
graves rictus en aquel silente oficio de tinieblas.
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