lunes, 19 de octubre de 2020

La torre de Villademar

 

Yo nunca había oído hablar de la torre de Villademar, en el concejo de Cudillero, donde abundan elegantes casonas de indianos. Tuve noticia de su existencia leyendo a Víctor de la Serna, hijo de Concha Espina, y su “Nuevo viaje de España”, la famosa “ruta de los foramontanos” que hizo su autor a mediados de la década de los años 50 del siglo pasado y que fue plasmando por capítulos, hebdomadariamente, en las páginas del diario ABC. Aquellas andanzas del ilustre escritor también quedaron recopiladas en un libro editado por Prensa Española en 1959 con prólogo de Gregorio Marañón y  epílogo del hijo del autor, Alfonso de la Serna. Parece ser que la primera edificación de aquel poblado fue una torre del siglo XI por encargo de Pelaya Ordoñez, más conocida como doña Paya, casada con Bermudo Armendáriz, e hija del infante Ordoño Ramírez, alias “el Ciego”, y de la infanta Cristina Bermúdez. Fue en 1920 cuando el indiano Manuel Rodríguez López, apodado “el Yankee” (pese a que no emigró a Estados Unidos sino en Cuba) adquirió la casona conocida como torre de Villademar, más tarde convertida en posada de peregrinos. Y Víctor de la Serna escribió de su cocina y de su mesa, destacando las “aceitunas fritas” y la “rulada de bonito a la Doña Paya”. Para las aceitunas fritas habrá que utilizarlas deshuesadas,  que se deberán ensartar en palillos para después untarlas con una salsa bechamel bastante espesa, “procurando que queden en forma de pera y del tamaño de una nuez”. Se rebozan en harina, huevo batido y pan rallado. A continuación se  fríen y se sirven calientes. Contaba Víctor de la Serna que “les va colosalmente el vino de Montilla”. Para hacer la rulada de bonito será necesario picar un cuarto de kilo de tocino, un kilo de bonito y una cebolla regular, todo en crudo. Se mezclará el picadillo resultante con tres huevos, una cucharada de pan rallado y otra cucharada de harina. Se formará un rollo como de ocho centímetros de ancho ayudándose de harina fina. De meterá en el horno una vez rociado con aceite de oliva o con unto de mantequilla. Contaba Víctor de la Serna en sus páginas haber escuchado que en la torre de Villademar se percibían algunas noches cascos de caballos, salmos de monjes y suspiros de doncellas, que se  erguía difuminada la sombra de doña Paya acompañada de un apuesto caballero, y que el que no pintaba nada en aquel raro escenario era el espectro del pobre Armendáriz.

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