domingo, 18 de octubre de 2020

¡Ay, las hojas secas!

 

Esta mañana, buscando un libro en una balda se han caído al suelo cinco o seis que tenía superpuestos por falta de sitio. Menos mal que eran ediciones de bolsillo de poco peso. Pero lo peor ha sido que el tomo que buscaba, por su brusca caída, se ha desencuadernado por completo. No ha quedado una hoja en su sitio. Y me he pasado media mañana de domingo intentando arreglar el entuerto. Se trata del libro “Segundo estilo de Bécquer” de Martín Alonso (Ed. Guadarrama, Madrid) que había adquirido en el verano de 1972 en una librería de Sierpes. Entre sus páginas hay una servilleta de papel del Restaurante Viana (Velázquez, 8, Sevilla) donde en la barra del bar y poco antes de comprar el libro había estado tomando algo. Son curiosas las cosas que suelen aparecer entre las páginas de los libros. Pero lo que menos esperaba era poderme encontrar con una servilleta de papel de ese establecimiento hostelero, sobre el que ignoro si a día de hoy seguirá existiendo. El motivo de por qué guardé aquella servilleta lo tuve claro desde el principio. Justo sobre aquel negocio de hostelería, en el primer piso, existe un balcón. En su puerta y ladeando un poco un visillo, una chiquilla saludaba con su pálida mano cada tarde a un muchacho que pasaba con una carpeta camino del taller de Antonio Cabral Bejarano, que se encontraba en el Museo Provincial de Bellas Artes. A aquella chiquilla, más tarde, ya asistiendo su gran amor de juventud a los salones altos del Alcázar donde Joaquín Domínguez, primo de su padre, disponía de taller, le dedicaría su amado la “Oda a la señorita Lenona en su partida”, firmada el 17 de septiembre de 1852, aunque su partida a Madrid aconteció años más tarde, en 1854, con 18 años cumplidos. La señorita Lenona, su novia adolescente, era Julia Cabrera. Se sabe que le fue fiel toda su vida y que murió soltera en 1913, el mismo año en que se exhumaban en Madrid y llegaban a Sevilla los restos de los dos hermanos (11 de abril) para dormir el sueño eterno en la cripta de la iglesia de la Anunciación: Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer. Ahora, al filo del sesquicentenario de la muerte de ambos personajes ilustres (con sólo tres meses de diferencia) se me ha desencuadernado un libro y sus hojas volanderas, ¡ay, las hojas secas!, se han desparramado por la habitación de mi casa como en un inesperado elogio funeral.

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