jueves, 18 de febrero de 2021

Las dos destrucciones de Santander (II)

 


Ayer comentaba que Santander a lo largo del siglo XX sufrió dos destrucciones: una en 1936, provocada por un alcalde amigo de la piqueta; otra en 1941, como consecuencia de un incendio de considerables dimensiones. Aquel alcalde, Ernesto del Castillo Bordenave, nada más tomar posesión de la Alcaldía el 28 de febrero de 1936 puso en marcha la maquinaria de demolición y si no llega a parar aquel dislate su sucesor en el cargo, Cipriano González López, la Capital de la Montaña se hubiese convertido en un páramo. Pues bien, como digo, comenzó derribando la llamada Casa Tapón (en la imagen) en la calle San Francisco esquina a Libertad; la parte norte de la calle de Colón; varias casas en las de Cádiz, San Roque, Plaza de Pi y Margall; la fachada del Hotel Suiza, en El Sardinero; las estaciones de ferrocarril de la Costa y la del Norte, ls iglesias de San Roque, de San Francisco, y parte de la Anunciación o la Compañía; la cochera de tranvías en la entrada de la que entonces era Avenida de Pablo Iglesias y antes de la Reina Victoria; casas en las calles de Burgos, números 1, 15,17 y 19; y todas las tejavanas del casco municipal y otras de menor categoría también municipales. Así lo cuenta Fermín Sánchez González (“La vida en Santander”, tomo III, Aldus, Artes Gráficas, Santander, 1950):

“Y todo ello fue destruido pensando en un Santander grandioso, de unas aspiraciones de sueño, porque no se tenía financiado el proyecto ni existía capacidad de adquisición para hacer frente a los pagos. Se comenzó por arbitrar recursos, haciendo pagar a los propietarios y comerciantes, que al desaparecer los inmuebles, los que ellos conservaban obtenía una mejora indiscutible. Con el importe de estas aportaciones se comenzó pagando por jornales 75.000 pesetas semanales, pero el ritmo acelerado con que se hacían los derribos, fue subiendo la nómina de tal forma que se alcanzó un pago de 150.000 pesetas. Pero el Alcalde, abusando de su posición de privilegio, para sin oposición hacer un trazado de población sin estudio técnico ni económico, en su afán de ampliar su obra procedía con tal ligereza, que a los mismos que les había pedido  el dinero para pagar los jornales, so pretexto de las mejoras adquiridas por sus inmuebles al pasar a primera fila en una gran avenida, a la semana siguiente se los derribaba, dejándoles no sólo sin el dinero aportado, sino sin el valor de sus propiedades. Y cuando ya no pudo encontrar más propietarios a quienes complicar en sus contribuciones especiales, reunió en su despacho a las entidades industriales, bancarias y mayores contribuyentes para pedirles que le arbitraran 1.800.000 pesetas para continuar las obras de mejoras urbanas, surgiendo entonces la fórmula de que se cobrara a domicilio la diferencia que los inquilinos dejaron de pagar a sus caseros en virtud de una reciente disposición”.

Por si todo ello fuese poco,  un día anunció a la ciudadanía que iba a construir un túnel perforando la cresta de Calzadas Altas. Para su acometida, invitó a todos los santanderinos a que en sus horas libres fueran a cavar en la proyectada perforación, con miras a poder acceder de la zona norte a la zona sur de la ciudad. Nadie le secundó. Del Castillo, para dar ejemplo, se colocó en unos jardincillos que existían en la primera manzana de la calle de Burgos y con una azada separó la tierra. Y con ese paripé inauguró el que iba a llamarse Túnel del Pueblo. Lo cierto fue que aquel pequeño túnel se haría más tarde bajo el mandato de Emilio Pino Patiño (alcalde que fue tras la toma de  Santander por los facciosos, entre agosto de 1937 y 1944). Posteriormente Del Castillo puso todo su interés en hacer refugios resistentes a los bombardeos, tras el mal recuerdo del bombardeo faccioso del  27 de diciembre de 1936 que dio lugar a  inmediatas represalias en el barco-prisión “Alfonso Pérez”, donde fueron asesinados 171 ciudadanos. Mi abuelo José Antonio y su hermano Juan, después de haber padecidos grandes sufrimientos a bordo, tuvieron la suerte de poder abandonar el barco pocos días antes de la masacre. Aquellos trágicos hechos quedaron reflejados en el libro  “A bordo del Alfonso Pérez”, escrito magistralmente por Ramón Bustamante y Quijano. Libro que conservo y que está dedicado por su autor a mi abuelo materno.

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