sábado, 6 de febrero de 2021

La calle de la soledad

 

Entre la mascarilla y las gafas parece que fuese por las aceras flotando entre una niebla perpetua. Pero no una niebla pequeña sino una niebla de esas que requieren que los automóviles circulen con unas luces especiales. Dice un refrán: mañanas de niebla, tardes de paseo. Puede que sea así, pero en circunstancias normales. De hecho, me quito las gafas, las limpio con un pañuelo y vuelvo a ver. Pero los efectos duran poco. Al momento vuelve a echarse la bruma sobre la calle. Un velo como los que describe Simenón en las novelas del comisario Maigret. Es desesperante. No encuentro solución a mi problema ni siquiera con ese líquido que venden en las oficinas de farmacia y en las tiendas de los chinos. Sólo me falta ayudarme de un bastón blanco y cantar “iguales para hoy”. Es una realidad paralela a la pandemia. Me parece bien que se vacune a los ciudadanos por ver si se termina de una vez con este mal sueño de tener que llevar mascarillas y lavarnos las manos cada vez que tocamos la aldaba de una puerta, pero eso no quita para que eche de menos la sabiduría del doctor Franz de Copenhague plasmada en los “grandes inventos del TBO” y al que le perdí la pista antes de que me salieran los primeros pelos en los sobacos en los ya lejanos tiempos de las riadas de Valencia de 1957. Seguro que aquel personaje de cabeza triangular trazaría hoy algún ingenio capaz de devolverme la perspectiva cada vez que asomo por la puerta de la calle para comprar café, o acercarme  a la ferretería a por unas alcayatas. Decía Gómez de la Serna que los tulipanes deberían nacer con una bombilla dentro para que acabasen de ser las candilejas de los jardines. La ceguera sobrevenida, la producida por el vaho en las lunetas de las gafas, siempre nos conduce por la calle de la soledad.

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