viernes, 19 de febrero de 2021

Las dos destrucciones de Santander (III)

 


A perro flaco todo son pulgas. Sólo hacía tres años de un Decreto del 25 de Marzo de 1938  que prohibía la realización de obras que tuvieran por objeto restaurar o reconstruir bienes de todas clases dañados por la guerra sin el permiso del Ministerio del Interior, o autoridades u organismos en los que éste delegara. También indicaba aquel decreto que del Ministerio del Interior y de su Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones habían de partir las orientaciones fundamentales y las normas eficientes para conseguir la rápida restauración del patrimonio español dañado por la guerra. Lo cierto es que los santanderinos todavía tenían fresco en la memoria los derribos del descerebrado alcalde Ernesto del Castillo en 1936; y, ¡cómo no!, la tragedia derivada de la explosión del vapor “Cabo Machichaco” el 3 de noviembre de 1893. Desde entonces, parece normal que cualquier pequeña fogata atemorizara a los santanderinos. Y así se demostró cuando 6 años más tarde, el 10 de diciembre de 1899 las llamas prendieron el modesto negocio “Las Rojas”, en la calle Atarazanas, cerca de la Catedral, propiedad de Bernardo San Miguel, donde se guardaba dinamita, pólvora, cartuchería y alpargatas. Para su extinción hubo que recurrir, además de a los bomberos, a muchos voluntarios civiles que no dudaron en poner en riesgo sus vidas. Al final todo quedó en un susto. En agradecimiento, se organizó un banquete multitudinario el 1 de enero de 1900 que llenó por completo el casetón de Pasajeros del muelle,  al que asistió el gobernador civil Carlos González Rothawos y una representación de todos los organismos oficiales, como señaló al día siguiente el diario “El Cantábrico”. Sólo unos humos y unas llamaradas fueron la excepción que dio alegría a los montañeses por aquellos años: el encendido en Maliaño  del primer horno de la acería Nueva Montaña-Quijano, el 5 de enero de 1903, que traía riqueza y aminoraba el paro. Pues bien, durante la madrugada del 15 al 16 de febrero de 1941 un incendio se iniciaba en la calle Cádiz, cerca de los muelles. Se dio la “tormenta perfecta” (54% de humedad, una presión mínima de 952 hectopascales y vientos de hasta 200 km/h) para que ese fuego se avivase con rapidez.  Ante la realidad de los hechos, el franquismo no pudo minimizar la tragedia, como hizo posteriormente con el accidente ferroviario de Torre del Bierzo, en 1944, las explosiones en los polvorines de Alcalá de Henares y de Cádiz, ambas en 1947, o el desastre derivado de la rotura de la presa zamorana de Ribadelago en 1959, donde se llegaron a abonar vergonzosas indemnizaciones. En Santander, el fuego se fue extendiendo hacia las calles de La Ribera, San Francisco, Atarazanas, El Puente, La Blanca, la Plaza Vieja… Los límites del incendio coincidieron casi totalmente con el espacio amurallado del siglo XII. El día 17 cesó el viento huracanado que ayudó a su extinción. Pese a la magnitud del desastre (que dejó a 7.000 ciudadanos en paro forzoso y a miles de personas sin hogar) sólo hubo una víctima: el bombero madrileño Julián Sánchez García, que falleció en el Hospital de Valdecilla. En resumidas cuentas: La burguesía le sacó un partido enorme al incendio que asoló la práctica totalidad del casco viejo. Las clases populares fueron expulsadas al extrarradio y el centro fue reconstruido según los designios fascistas. Seguramente se trate del primer caso de gentrificación en España. Aquel régimen intentó mitigar el dolor de los afectados constuyendo casas baratas en las afueras. Canda Landáburu, Pedro Velarde, Jacobo Roldán Losada, Santos Mártires y José María de Pereda son algunos ejemplos de bloques periféricos edificados después de 1941. Aquel incendio benefició a los ricos y a los especuladores de suelo. En consecuencia, en 1950 el panorama de Santander estaba segmentado según una clara jerarquía social. Los inquilinos de las 2.000 viviendas de renta alta alojadas en los noventa edificios construidos en los 400 solares resultantes de la parcelación del centro pagaban entre 500 y 1.300 pesetas de alquiler, frente a las 15 pesetas de las nuevas “chabolas en vertical” periféricas. Para terminar, recomiendo la lectura “Desmemoriados y La reconstrucción urbana de Santander 1941-1950”, de Ramón Rodríguez Llera.

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