sábado, 2 de septiembre de 2023

El cristal con que se mira

 


El pasado 6 de abril, coincidiendo con Jueves Santo, Antonio Burgos escribió un artículo en ABC, “La ciudad bien vestida”, donde ese columnista contaba que la gente cada día iba peor vestida por la ciudad de Sevilla, que la culpa la tenía Amazon, donde se adquirían las prendas, o sea, y cito textual: “de vaqueros, de chupa o sudadera, cuando no de chándal”. Y que sorprendía a los forasteros ver otro tipo de gente
elegante: “las señoras perfectas; los señores, de traje y corbata; los muchachos, de chaquetita azul y pantalones grises; y hasta los niños de pantalón corto con sus calcetines oscuros altos hasta las rodillas y sus zapatos azules”, es decir, niquelados. No sé qué pensará el lector, pero yo me topo con un niño vestido de esa guisa y me parto de risa como si viese a un burro comiendo higos. Dijo Eugenio d’Ors que lo cursi abriga. No sé. D’Ors hizo tal afirmación el día en el que le llevaron a dar una conferencia a un local de un pueblón donde todavía no habían quitado las banderitas y los farolillos de papel de un sarao celebrado la noche anterior. Con los debidos respetos, le diría a Burgos que esos guiris de vaqueros y sudaderas que hacen fotos a todo lo que se mueve o les llama la atención son los que visitan bares, restaurantes y hoteles; es decir, los que se dejan la pasta. Porque la ciudad no es solo el centro urbano por el que se mueven las procesiones y toda la parafernalia que conllevan. Sevilla son también las Tres Mil Viviendas, el Polígono Sur, Los Pajaritos, La Oliva y Las Letanías, los barrios más pobres de España. Un detalle: cuando pasan las procesiones por La Campana, la confitería centenaria de estilo modernista apaga sus luces para que brillen los pasos en todo su esplendor, algo que no sucede con otros establecimientos franquiciados de comida rápida a los que esos actos piadosos les son indiferentes. Sólo buscan hacer mover tabas a las cajas registradoras. La Semana Santa sevillana no deja de ser un espectáculo popular, como las corridas de toros en La Maestranza, o el tradicional baile cortesano de los seises (formado por diez niños) en la Catedral durante la Octava del Corpus Christi o coincidiendo con el Triduo de Carnaval. Y en ese performance hay de todo:  pasos, costaleros, cofrades, bandas de música y, cómo no, espectadores de variada tipología, aquellos que visten de traje negro y corbata, damas que portan peinetas, niños de chaquetilla azul y pantalón gris, todos ellos portadores de cirios encendidos y un estudiado fervorín en el rostro; y, por otro lado, la chusma contemplativa, que viste fatal y que, cuando se cansa de ver el pasatiempo, se larga a tomar unas cañas a la Bodeguita Romero, a El Rinconcillo o a Casa Morales para echar algo al coleto y calmar el secaño. Mientras unos procesionan y no dan ni un celemín, otros consumen a mayor gloria de la ciudad hispalense. Y encima se les critica.

 

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