La mejor manera de saber a ciencia cierta, independientemente del color de la mañana, en qué época del año nos encontramos es observando el color de los uniformes de los ujieres del Congreso de los Diputados o de los ministerios (si azul o gris), o mirando los árboles, por si están vestidos de hojas (verdes o marrones) o desnudos de ellas. Antes también era síntoma de buen tiempo ver a los guardias municipales vestidos con chaquetas blancas y cinturón del mismo color, como de vendedores de helados. Ahora solo podemos verlos de esa guisa en las viejas películas, donde un guardia controlaba el tráfico en una especie de púlpito callejero con toldillo de rayas rojas a base de mover los brazos como un autómata y tocar insistentemente el silbato. También recuerdo que aquellos ‘municipales’ iban provistos de una especie de ‘pickelhauben’ (del alemán 'pickel’ (pincho) y ‘haube’ (gorro) que les cubrían las cabezas. Eran unos cascos parecidos a los de la policía británica, pero blancos. Bueno, aquellos cascos que yo conocí en mi infancia y juventud ya no llevaban pincho. Lo habían cambiado por una especie de remache dorado y ancho. Aquella especie de yelmo fue un casco prusiano creado en el siglo XIX para el ejército, los bomberos y la policía. Los españoles guasones les llamaban “el orinal”. Eran otros tiempos, cuando a los guardias municipales se les conocía como Cuerpo de Veedores Municipales, que en Zaragoza fueron creados por Isabel II en 1850. Estaba formado por un brigadier, dos cabos y diez guardias ‘de a pie’, más tres guardias montados a caballo para la vigilancia de las periferias. Tuvieron gran protagonismo cinco años más tarde, cuando se produjo el ‘motín del pan’ y un grupo de incontrolados hirieron a un edil e intentaron quemar las barcas del Canal que portaban trigo. Fue a partir de 1880 cuando se modificaron las ordenanzas municipales y comenzaron a regular el tráfico, a perseguir a los rateros y a controlar la mendicidad y la blasfemia. Con el comiendo del siglo XX a los guardias municipales a caballo se les dotó de uniforme de gala y casco con airón. También, de silbato e impermeable para los días de lluvia, y se les cambió el armamento (pistola automática y porra para los guardias, revólver para los cabos, y sable curvo y bastón para los sargentos). En la novela “Misericordia” (1893) Pérez Galdós hace referencia a los ‘guindillas’ al referirse a los guardias municipales madrileños de finales del siglo XIX. Ello era debido a que, en Madrid, los ‘municipales’ portaban sable y bastón como armas reglamentarias. El sable iba envainado en una trincha de color rojo, similar a la guindilla. Pero existe otra versión que proviene de la palabra ‘guindar’, que significa sustraer pequeñas cosas. Ello estaba referido a que muchos ‘municipales’ de aquella época se adueñaban de pequeños objetos previamente requisados a los delincuentes. Algo parecido a lo que aconteció en los difíciles años 40 del siglo XX con escopeteros de andenes de estaciones, carabineros e incluso agentes de la Guardia Civil cuando incautaban hatillos con estraperlo, que fue el triste protagonista de la posguerra entre las capas más deprimidas de nuestra sociedad empujada por una hambruna atroz, familias numerosas, salarios ínfimos, mucha tuberculosis y unas menguadas cartillas de racionamiento, suprimidas en 1953 por Manuel Arburúa, ministro de Comercio e hijo de un empleado de la Compañía de Ferrocarriles del Sur que abrió una taberna en la calle Infantas 25 de Madrid.