“Trini, ay mi Triniá, / la de la Puerta Real, / carita de nazarena, / con la virgen Macarena / yo te tengo compará…”. Me quedé dormido en el sillón frente al televisor hasta que me despertó sobresaltado el timbre del teléfono. Era Teiwes, el anglosajón, que era enorme como la estatua de la Libertad, como los santos de la plaza de San Pedro, como ese hombrón, el Barandales, portador de cencerros que abre las procesiones en Zamora, como el mujerón gallego que se contrataba como ama de cría…, ¡yo qué sé! Quedamos en ‘La Republicana’, en la calle Méndez Núñez, y después de haber tomado unas cervezas de barril fuimos paseando hasta las cercanías del Mercado Central. Entramos en un guariche cerca de la Plaza de Europa con poca luz que me recordó a la sevillana calle Rioja, próxima a La Encarnación. Nos sirvió unos cubalibres una mujer cuarentona con melena bermeja y largas uñas pintadas de rojo. Me recordó a la Trini, a la que le entusiasmaba que le pusiera en la sinfonola canciones de Marifé de Triana y de La Niña de los Peines. Una noche la acompañé hasta su casa, me dejó subir y me acomodé en una habitación que parecía de pitonisa. Fumamos sentados unos cigarrillos de ‘bisonte’. Ella me contó, todavía lo recuerdo, que la política era una merienda de negros, una ponzoña. Decía que desde que nacemos hasta que hincamos el pico nos movemos en una espiral que conduce a ninguna parte. Solo cuando me ofreció una copita de aguardiente de ojén con sabor a matalahúva (aquella bebida que tanto le gustaba a Anita Delgado Briones, la artista casada con un príncipe indio) me sentí algo mejor.
--No, hijo, lo de las vacas flacas es un camelo para asustarnos. Lo que sucede es que el juego tiene sus reglas y la ética varía en función de quién sea mano. ¿Lo vas entendiendo?
--Sí, ya puede ser...
Pero al anglosajón no podía explicarle las cosas que me contó la Trini. Supuse que Teiwes no las entendería dada su cabeza cuadrada y su propensión a la dipsomanía. El anglosajón tampoco había oído hablar de Anita Delgado, bailarina del ‘Frontón Kursaal’, que llegó a ser mahariní de Kapurthala. Nos quedamos en silencio. La mujer de la barra nos largó sobre la barra un platillo con unas almendras tostadas. Fue como el premio de consolación de no supimos qué. Le invitamos a una copa de ‘Drambuie’ y ella, en agradecimiento, nos sonrió con una mueca agridulce, como de acomodadora de sala de cine cuando le soltamos propina. Recordé a la Trini, cuando me dijo aquello de que cada juego tiene sus reglas y lo de que nos movemos sobre una espiral. Por ahí se llega al abismo, que da sensación de libertad a todo aquel que pierde el miedo a las alturas y procura no partirse la crisma. Pero la sensación de vértigo suele ser más poderosa que la de libertad en la cumbre de la montaña. Porque de ella, de la montaña, se puede descender con buenas cuerdas. De la espiral, en cambio, todo parece más dificultoso.
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