jueves, 15 de mayo de 2025

Releyendo a Unamuno

 

 

Releyendo “San Manuel Bueno, mártir” no puedo por menos que hacer referencia a su autor, Miguel de Unamuno, que visitó Sanabria en junio de 1930.  Hace referencia a Valverde de Lucerna que, según una leyenda yace en el fondo del Lago, porque Sanabria, al igual que sucede en Galicia, es tierra de conjuros, males de ojo y meigas. Se cuenta que un día llegó por esos parajes un peregrino pidiendo limosna y que resultó ser el Nazareno. De todo el pueblo, solo unas humildes panaderas se apiadaron de aquel hombre con aspecto de pordiosero, al que le hicieron la misericordia de que pudiese desprenderse del frío cerca del horno  y le dieron algo de comer. Ellas, las panaderas, pudieron escuchar de boca del aparecido el castigo que iba a mandar al pueblo de Valverde de Lucerna por su falta de empatía hacia los mendigos. Les dijo que iba a inundar el pueblo y sus moradores deberían refugiarse en el monte. Dio con su bastón en el suelo y manó agua. Visto así, a pesar del tiempo transcurrido, el relato sigue produciendo escalofríos. Fue como una premonición de lo que años más tarde sucedería con la rotura de la presa de Vega de Tera, que se llevó por delante la vida de 144 vecinos de  Ribadelago (Unamuno lo describe como Riba de Lago) en la fría madrugada del 9 de enero de 1959. Aquel suceso todavía pesa por esos parajes zamoranos como una maldición. Se cuenta que en el fondo del lago de Sanabria, adonde fueron arrastrados personas, animales y enseres, quedaron ocultos para siempre 116 cadáveres. Solo dos años antes del trágico suceso. Franco había inaugurado un embalse hecho con demasiada prisa y malos materiales y la central hidroeléctrica que gestionaba la empresa Moncabril. Más tarde, para dar refugio a los que salvaron su vida, se hizo un poblado unos 500 metros monte arriba para socorrer de alguna manera a los pocos vecinos que corrieron mejor suerte, que se llamó Ribadelago de Franco hasta 2018. Con la Ley de Memoria Democrática cambió su denominación como Ribadelago Nuevo. De las miserables indemnizaciones, mejor no hablar. Los hombres recibieron poco, las mujeres menos aún y los niños casi nada. Una verdadera vergüenza. A los pies de San Martín de Castañeda se encuentran sillares desperdigados procedentes de un viejo convento de frailes cistercienses. Unamuno le dedicó unos versos: “San Martín de Castañeda / espejo de soledades…”, y a Valverde e Lucerna, otro poema: “Ay, Valverde de Lucerna, / hez del lago de Sanabria…”. Señala Unamuno en su prólogo de 1932: “En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo. Es de una desolación tan grande como la de las alquerías, ya famosas, de las Hurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en que abunda el lago y sobre las que una supuesta señora creía haber  heredado el monopolio que tenían los monjes bernardos de San Martín de Castañeda”. Ángela Carballino, una de los tres protagonistas centrales de  “San Manuel Bueno, mártir”, afirma en el capítulo cuarto: “Yo oía las campanas de la villa [Valverde de Lucerna] que se dice que está aquí sumergida en el lecho del lago -campanadas que se dice también se oyen la noche de San Juan-, y eran las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos”. Otros afirman que fue rescatada una de las campanas. La otra, de nombre “Wamba”, es la que sigue sumergida y la que cada noche de san Juan tañe de forma misteriosa en el fondo del Lago. Hace ya bastantes años, en un viaje que hice de Galicia a Zamora recuerdo que pasé la noche en Verín (Orense) y que al día siguiente hice una parada en el lago de Sanabria por contemplar una belleza que desconocía. Era verano y pensé en darme un chapuzón, pero desistí en el intento cuando comprobé que el agua estaba demasiado fría. El paisaje era de una gran belleza. Se sabe que tras la Desamortización de 1836, concretamente en 1843, el Lago y su entorno pasaron a ser propiedad del marqués de Villachica  (Manuel de Villachica Arza) llegando a sus herederos hasta 1932, cuando durante la II República una orden del Ministerio de Obras Públicas declaró las aguas del Lago de Dominio Público siendo su propietario el Estado, a pesar de la tenaz defensa de la propiedad hecha por la última heredera, Victoriana Villachica Mugoitio-Beña, mujer a la de forma ambigua se refiere Unamuno en su prólogo de 1932. El marqués había comprado, como digo, en 1843 el Lago y las propiedades de los monjes por un importe total de 127.530 reales de vellón. A la muerte de Manuel de Villachica heredó gran parte de sus propiedades su hijo Luis, quien se preocupó de inscribir las posesiones en el Registro de la Propiedad de Puebla de Sanabria. Murió soltero y sin descendencia legítima. Pero poco antes de su muerte, Luis reconoció una hija natural, fruto de sus amores con una sirvienta, Marta Murgoitio-Beña Izaguirre, natural de Elorrio (Vizcaya), quedándose embarazada en 1869, y esa hija, Victoriana, nacida en Éibar y, en consecuencia, declarada heredera universal. Los Villachica procedían de la provincia de Álava y se instalaron en Madrid a mediados del siglo XVIII. En la capital desarrollaron actividades comerciales y financieras hasta llegar a formar parte de la burguesía madrileña. Manuel Villachica Arza y su esposa Basilia Rivacoba, vivieron en la madrileña plaza de Isabel II donde tenían uno de sus negocios, los ‘Baños de Oriente’ , y allí criaron y educaron a sus cuatro hijos Paula, Camila, Manuel y Luis con la ayuda del servicio doméstico y de una maestra jubilada, Mariana Dubois, que permaneció en la casa hasta su fallecimiento. Sus días de asueto los disfrutaron, primero en su palacio de Carabanchel y después en su casa de la dehesa de San Andrés, en Toro. Al fallecer el padre, Luis recibió como herencia casi todos los bienes que poseía la familia en la provincia de Zamora, excepto algunas fincas que se le otorgaron a su hermano Manuel. Las propiedades que pertenecían a la administración de Zamora se encontraban en Zamora, Tardobispo, Valcabado, Cubillos, Carrascal, Peleas de Arriba, Peleas de Abajo, Fonfala, Bamba, Montamarta, San Cebrián de Castro, Fontanillas de Castro, y las de la administración de Toro se hallaban en Castrillo de la Guareña, Villalba de la Lampreana, Villarrín, Bóveda de Toro, Villabuena, Guarratino, Gema, Madridanos, Torres de Cañizal, Fresno, Coreses y Toro. Les aseguro que con esa historia podría hacerse el guión de un culebrón de verano. Pero aquí lo dejo. Que tengan un buen día.

 

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