Se me antoja de muy mal gusto exponer al público en Alba de Tormes la momia de Teresa de Cepeda, fallecida en 1582, del mismo modo que me pareció fuera de lugar que el 21 de mayo de 2014 se pusiese a la vista del público el féretro descubierto con la momia amojamada de Juan Prim, asesinado en Madrid en los últimos días de 1870. En este último caso, en el de Prim, el impacto visual debió ser mayor por tener los ojos de cristal abiertos. A los españoles les gusta mucho abrir fosas, ver restos mortales y hacer reducciones de cadáveres para colocar a muchos familiares en el mismo nicho dentro de sacos con el claro fin de pagar menos tasas sepulcrales a los ayuntamientos. También, entusiasma quitarles huesos a los que mueren en aparente ‘olor de santidad’ para hacer reliquias por si las moscas. Por todos es sabido que Franco conservó durante muchos años en su mesilla de noche la mano izquierda incorrupta de la santa de Ávila a modo de talismán. Era como el pararrayos que protegía al despiadado dictador del contubernio judeo-masónico que dominaba Europa. También se ha podido conocer que en la cruz pectoral de León XIV está incrustada, entre otras reliquias, un huesecillo del beato Anselmo Polanco, obispo de Teruel fusilado en 1939 y beatificado por Juan Pablo II en 1994, además de otras reliquias de santo Tomás de Villanueva, de santa Mónica, de san Agustín de Hipona y de un sacristán papal desde 1800, el venerable Giuseppe Bartolomeo Menochio. Me asombra conocer la cantidad de adminículos que caben dentro de un pectoral cardenalicio. Como digo, nos encandila movemos entre el fetichismo y la devoción desde la Edad Media. De hecho, reyes, nobles, obispos y monjes se afanaron por conseguir tan preciado tesoro que no solo les garantizaba un sustento económico para la institución que patrocinaban, a través de las limosnas o las peregrinaciones, sino también una intermediación entre el hombre y lo sagrado. He perdido la cuenta de los santos griales, punzantes espinas de la corona de Cristo y lignum crucis que hay distribuidos por el orbe desde que el año 326 la emperatriz Helena de Constantinopla, madre de Constantino I el Grande, hiciera demoler el templo de Venus (en el Monte Calvario) hasta dar con la supuesta Vera Cruz, si nos atenemos a la “Leyenda dorada” del fraile dominico y obispo de Génova Santiago de la Vorágine.
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