Eso de salir en los papeles tiene su intríngulis. Un conocido mío, cesante y vecino de Munébrega, en la diócesis de Tarazona, suele contarme cada vez que vamos a cazar avechuchos cosas de gran utilidad. Según Cristóbal, que así se llama el munebregueño (aunque a los de Munébrega también se les conozca como zarandilleros), solo es importante aquel que sale en los papeles por el motivo que sea. Exceptúa, con respeto y consideración, a aquellos que aparecen en las esquelas mortuorias. A mi entender, y en eso discrepo con Cristóbal, casi nunca aparecen los tontos. Éstos suelen andar ocupados viendo cómo trabaja el prójimo, o escuchando cómo se expresan los listos. Ya lo decía Unamuno: “Los tontos de remate no han dicho nunca tonterías”. Pero al conocido Cristóbal podría demostrarle que existen tontos que hacen tontear al margen del rol señalado por Camilo José Cela, que de esas cosas sabía mucho. Ponía el caso de Antoniano, “al que se le cocieron los sesos como chicharrones”, dentro de la gama de los tontos de secano; de Caramillano, que “amaba silbar, pasear, sentarse entre sol y sombra, chupar palos de anís y columpiarse en el badajo de la campana de la Parroquia”, que lo incluía dentro de los tontos inflagaitas; de los hermanos Lolo y Lalo, de los que contaba que “iban por libre por ser de buena posición y que les encandilaban las pompas y vanidades, los búcaros, los espejos, las flores de papel, las flores de trapo, las flores de plexiglás, los landós y los bustos de maniquí”, etcétera. La lista es apretada. A Cristóbal le gusta leer el papel los domingos y fiestas de guardar. Los días laborables anda muy atareado recargando cartuchos de escopeta, colocando cepos en las torcas y viendo cómo trabajan los demás. Sueña con salir un día en los papeles para poder sentirse importante y realizado. Nunca pierde la esperanza.
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