Dicen que el último discurso del
Rey ante las cámaras ha perdido espectadores. Imaginen que son las 9 de la
noche, el ama de casa enfrascada en la cocina preparando la cena de Nochebuena,
el marido respandingado en el sofá haciendo zapping, la hija pelando
langostinos y su hermano intentando arreglar un ratón de ordenador al que le
falla la rueda central. Suena el teléfono. Es una prima a la que sólo ven en
persona en bodas, bautizos y comuniones, pero que todos los años se acuerda de felicitar
la Navidad. Y
en esas, cuando ya se están agotando todos los tópicos al uso, suena el himno
nacional y aparece en la pantalla un sereno plano de La Zarzuela. Y a continuación el Rey de pie aunque apoyado sobre el borde de su
mesa de trabajo, de traje azul y corbata verde. La misma pose que antaño ofrecía Carrascal en "Antena 3" en los telediarios de madrugada. Parece que todo lo dice de
memoria pero su mirada está fijada en el “prónter”. Se le nota en el vaivén de
los ojos, similar al del espectador ante una final de la
Copa Davis. El ama de casa deja por unos
momentos sus labores culinarias, la hija cesa en pelar langostinos, el marido se
afloja la batamanta y se coloca más tieso en el sofá, ahora sujetando una
copita de “Calisay” como si se tratase del micrófono de Bobby Deglané, y el
hijo olvida el ratón por unos momentos para concentrarse en el discurso real
como el pollo en una pastilla de “avecrem”. Hay expectación en el cuarto de
estar. Todos los miembros de la casa esperan que el Rey haga alguna alusión al
problema catalán y al tema de la corrupción, que lo impregna todo en España. Nada. Terminado el discurso real cada miembro de la familia vuelve a lo suyo
sin hacer comentarios. Hoy, 26 de diciembre, ha vuelto la prensa a los quioscos
y los columnistas practican todo tipo de análisis pormenorizados sobre las
palabras de Juan Carlos I y por las bravuconadas de Artur Mas, que desea
integrar fuerzas –dice- pero en la UE. Los
catalanes siguen de fiesta por ser lunes de Pascua y la mayoría de ciudadanos
ha vuelto a retomar sus quehaceres cotidianos con más pena que gloria, cierta
pesadez de estómago por culpa del mazapán infame y tras muchos sorbos de “Alka-Seltzer”. Se funde la máquina del Estado por falta de engrase y Rajoy
empieza a poner en duda si el caballo blanco de Santiago es de color blanco o
es, en realidad, un simple efecto óptico.
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