Por el hecho de tener el piso del portero alquilado,
al querer realizar un trámite me pedían un certificado sobre si estaba dado de
alta o no en actividades económicas. Eso era un lunes. Con las mismas, me
acerqué hasta una delegación de la Agencia Tributaria en la zaragozana calle de
Perdiguera. Después de pasar un control de seguridad de dudosa utilidad pública seguía pitando un
artilugio. Tuve que pasar por el arco tres veces, hasta que la vigilante
descubrió que lo que chiflaba como el pito de un guindilla dirigiendo el
tráfico eran mis tirantes. Me acerqué hasta el mostrador de recepción y la
funcionaria me señaló que debería pedir cita previa para poder ser atendido. Me
señaló un teléfono negro que estaba en la otra punta del centro de operaciones,
donde tenía que llamar a un número de muchas cifras y esperar a que al otro
lado del teléfono me diesen la cita para poder evacuar consulta. Del otro
lado del aparato salía una voz femenina con acento sudamericano a la que tuve
que pedirle que hablase más despacio, que no la entendía. Me dio cita para el jueves a las 10’30 horas;
es decir, para hoy. La funcionaria que me había atendido en el mostrador de
recepción me indicó que una vez que tuviese cita concertada me acercase al
mostrador que había enfrente de ella, algo apartado, y allí me atenderían. “Mire,
allí, -me indicó estirando el brazo a la romana- donde hay una especie de ababol encima de
un monitor de ordenador”. Y llegó el jueves, es decir, hoy. El mismo problema
con el arco de seguridad. La culpa volvía a ser de mis tirantes. Al fin, cuando
me permitieron pasar, me acerqué al mostrador donde estaba la flor roja.
Aquella funcionaria me indicó que tenía que recoger un número en una especie de
pantalla parecida a esa que tienen los McDonald’s
para pedir cómo deseas el “big mac”,
si con patatas en gajo o patatas en tiras, con sal o sin sal, con qué salsa, si
“de luxe” o kétchup y mostaza, y acompañadas de qué refresco, con o sin
azúcar, o sea. Yo no entendía qué había que hacer y así se lo indiqué a la
funcionaria, que tampoco estaba haciendo nada aparente, y ésta me acompañó para
saber cómo tomar número; y, después, me tocó tener que esperar mirando una
pantalla hasta que me avisasen. Cinco minutos, diez minutos, quince minutos…
Aquello e me antojó eterno. Al final apareció mi número en la pantalla..
Señalaba la “mesa 3”. Pero en aquella agencia no veía la “mesa 3”. Miré a mi alrededor
y descubrí que la “mesa 3” era el mostrador de información donde había acudido
despistado el primer día. Y la funcionaria que atendía el servicio, y que hasta
aquel momento había estado de brazos cruzados mirando la sala de operaciones como
el que ve llover, se dignó expenderme el certificado solicitado. Fue como un
bucle absurdo lleno de trampas. Como un juego de la oca donde irremediablemente
siempre caes al pozo. Me acordé de Mariano
José de Larra y de su “Vuelva usted mañana”; del lóbrego franquismo, donde siempre faltaba
una póliza; y hasta de “La aventura
equinoccial de Lope de Aguirre”, de Ramón J.Sender. Tremendo. En aquella
agencia de la Agencia Tributaria, y no es una redundancia sino el disloque, parece que se estuviera representando una obra
del teatro del absurdo de Camus o de Sartre, donde la incoherencia, el disparate y lo ilógico son rasgos
representativos de muchas de sus representaciones escénicas. Y el ciudadano de
a pie, mientras, moviéndose como un figurante, como un pelele goyesco por ese
absurdo tablero funcionarial y recaudatorio sin saber qué hacer, alucinando.
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