Al madrileño Café
de Fornos le denominó Gustavo Adolfo
Bécquer como “solemne y patricio”.
Y Eduardo Zamacois dejó escrito que
aquel café “tenía mucho de teatro y algo
de iglesia”. Sus razones tendrían. Por aquel local, inaugurado en 1870 en
la calle de Alcalá esquina a Peligros, que ocupaba el sitio donde antes
estuviera el convento de Nuestra Señora de la Piedad hasta la Desamortización,
pasó el todo Madrid. Y allí se hicieron famosos los pepitos de ternera, bocado excelente que se metía entre pecho y
espalda Pepito, el hijo de Manuel Fornos, copropietaria junto a su
hermano Carlos. Manuel falleció en
1875. El café cerró sus puertas en 1909. (La verdadera historia del “pepito de ternera”, ya que hubo otras versiones,
la publicó Teodoro Bardají en el
semanario “Ellas” el 7 de mayo de
1933). Muy cerca se encontraba el Teatro
Apolo y no lejos la Puerta del Sol, por donde pasaban los tranvías tirados
por mulas. Pero el cliente más querido de Fornos
fue el perro Paco, del que existe
hasta una estampa de la época con el fondo de una barrera de la plaza de toros,
del que se tiraron muchos ejemplares al precio de dos reales. Además, le fue
compuesta una polka llamada “Perro Paco”.
En la Séptima Parte del Anecdotario Histórico
Contemporáneo, Natalio Rivas dejó escrito quién fue el
novillero que le dio una estocada y cómo Felipe
Ducazcal lo recogió herido, se lo llevó a su casa, llamó a dos veterinarios
para que lo curasen y hasta daba en el Café
de Fornos dos partes diarios sobre el estado del perro. Finalmente, nada
pudo hacerse por salvarle la vida. Sobre el autor de aquella salvajada, Rivas escribió lo siguiente:
“Yo
pertenezco a una peña que llamamos ‘Amigos de Madrid’, compuesta de una
veintena de personas… (…) Nos reunimos periódicamente en la ‘Taberna’, de la
calle de san Alberto, y nos preside el simpático, popular y viejo madrileño Emilio Blanco Parrondo, octogenario,
pero con tres años menos que yo. En uno de los recientes ágapes hube yo de
recordar al perro Paco. Conté alguna de sus inverosímiles andanzas, y cuando
dije que no había podido averiguar quién le mató, me interrumpió Emilio
diciéndome:
--Pero
hombre, ¿cómo es posible que no lo sepas, cuando el autor fue amigo tuyo y mío?
Le
rogué que me citara el nombre, y contestó:
--En
aquel mes de junio dieron los taberneros de Madrid una becerrada y designaron
como espada a Pepe Rodríguez Miguel,
que era dueño de la taberna que había frente a la fuente de los Galápagos, en
la calle Hortaleza, y recordarás que por esa circunstancia todo Madrid le
llamaba cariñosamente Pepe el de los
Galápagos…
Pues bien, éste tipo fue el que le arreó el pinchazo
que le causó la muerte. Pero no quisiera terminar este post sin volver al “Pepito de
ternera”, considerado para muchos, entre los que yo me encuentro, como el
mayor invento gastronómico después de la tortilla de patata. Cirujano de Hierro es, además de una
expresión ambigua acuñada por Joaquín
Costa en referencia al dictador Miguel
Primo de Rivera, el autor anónimo de un chat. En Burbuja.info (11/05/2018)
señala lo siguiente: “Como sabe cualquier listillo que se precie, un
pepito de ternera es un bocadillo de filete de ternera. Así de fácil. Bueno, no
tanto: un buen pepito de ternera debe ser tierno y jugoso, con el pan crujiente
por fuera pero ligeramente empapado en la miga gracias al jugo de la carne, no
la suela de zapato que te llevas entero en el primer bocado que sirven en
algunos bares”. En eso estamos de acuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario