Hoy, día que la Iglesia dedica a los fieles difuntos,
me viene a la cabeza el recuerdo de haber leído algo de Camilo José Cela sobre Roque
Paz Pecharromán, alias Cartagena
Chico, antiguo sepulturero del cementerio de Chamartín de la Rosa. Sobre él
contaba Cela que “toma el solecico por la mañana mientras medio piensa en los
lucidos entierros de las niñas, que por lo general son muy emocionantes”. Roque
Paz Pacharromán, alias Cartagena Chico, enterraba a las muchachas con mucha
solemnidad, “siempre cantando cartageneras por lo bajines”. Pero la vida todo
lo devora, y el viejo enterrador –sigue contando Cela- “no tiene más que el
pellejo pegado al hueso, es muy magro y esporádico, muy flaco de carnes, que
han de convertirse en polvo. A lo mejor, cuando le llegue la hora de fundirse
con la tierra, se amojama como una momia y no se pudre. Estos muertos flacos es
lo que tienen, que confunden hasta el lucero del alba. En las mondas de los
cementerios, estos muertos flacos dan mucha guerra a los empleados municipales”.
Recuerdo el caso de Malaquías Petisme,
reparador de relojes de cuco y cursillista de Cristiandad, fino como hoja de
culantrillo y duro como una castaña pilonga, que se murió de repente después de
cenar sopa juliana y tortilla de finas hierbas, y de haberse pasado toda la
tarde regando crisantemos. Años más tarde, a la hora de trocearle con un hacha
de mano para que pudiese hacer sitio y compartir hueco con su mujer, saltó una
esquirla del coxal, dejando tuerto a un cuñado suyo que había llegado desde
Badalona para tal menester. A veces suceden cosas insólitas no contempladas en
las pólizas de decesos; verbigracia: que te alcance un cohete volador durante
las fiestas patronales, o que en la esquela de la prensa se omita por error el
nombre de una tía política que siempre pagaba de su bolsillo el pavo por
navidades.
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