En los pueblos pequeños nunca hubo cabalgatas de Reyes la víspera de la Epifanía ni la mayoría de los niños recibía regalos. Todos tenían asumido que los regalos los recibían los hijos de los burgueses, del boticario, del veterinario y de algún terrateniente. Pero con aquellos regalos, los juegos reunidos “geyper”, un tren de cuerda, un trompo, una escopeta que disparaba corchos, una muñeca de cartón o una cartera de un cuero que parecía cartón con dos hebillas para guardar los libros de la escuela, solo se podía disfrutar un día, al otro había que ir a clase, donde siempre ponían tareas para llevar a casa y ya no quedaba tiempo para esparcimientos. Pero la mayoría de aquellos niños que nunca recibían regalos no eran más infelices. Jugaban a las chapas, fabricaban pistolas de madera y tirachinas y se pasaban el día en la calle aunque hiciera frío, contando en corrillos epopeyas con imaginación desbordante, esas aventuras que solo un niño sabe contar, o jugaban con trocitos de palos haciendo carreras en la acequia hasta que se perdían de vista. Un niño no necesitaba juguetes de bazar para dar rienda a su imaginación. Le sobraba con tirar piedras a los gatos, jugar con las canicas al gua, o explorar en las torca, cerca del río, donde la maleza permitía fabricar trampas para cazar no sabemos qué. Las cabalgatas de Reyes eran para los niños de las grandes ciudades que no salían nunca de casa sin compañía, que siempre iban agarrados de sus madres por la calle, que solo conocían la hierba de los parques públicos y a los que nunca se les marchaba la tos aunque los abrigasen. Eran niños paliduchos, con aspecto de haber jugado siempre en largos pasillos sombríos y llenos de corrientes. Y el primer día lectivo tras las vacaciones navideñas, el niño que había recibido entre otros regalos la cartera de dos hebillas, sacaba de su interior un gran atlas con tapas de cartoné y papel satinado y les enseñaba a sus compañeros un extenso mapa de Europa a todo color donde sobresalía a doble plana el imperio austro-húngaro y sus dos capitales: Viena y Budapest. En la calle se desplegaba la tarde, destiñéndose.