Recuerdo que mi amigo José Verón en sus últimos tiempos escribía epigramas en Facebook y yo solía comentárselos añadiendo alguna gracieta. Un día le comenté que lo que me gustaba era su americana de pana. Le sentaba bien. Hasta que un día fui a una tienda y me compré otra parecida y de un color semejante. Desde entonces, me la quito solo para ir a la cama. He descubierto que voy cómodo con ella y no me molesta cuando me pongo el abrigo, un abrigo azul tan oscuro que parece negro, que acompaño con una bufanda de lana también negra que, como el viejo anuncio de una estufa catalítica, “es de abrigo”. Cada día va siendo más difícil encontrar a personas con abrigos de corte clásico. No entiendo cómo con el intenso biruji que hace en Zaragoza, que no lo aguanta ni el oso blanco, la gente se pone encima unas chamarrillas que dan pena. A mi entender, el abrigo es de tanta utilidad como en su día lo fue el abrelatas, por poner un ejemplo útil. Todavía conservo un abrelatas de “El explorador” , que utilizo cuando se me rompe la anilla que va colocada en los botes de conservas, algunas muy duras en su apertura. Y qué decir de la chaqueta de pana. Fueron de capa caída cuando dejaron de portarlas los del “puño y la rosa” en los escaños del Congreso, el día que olvidaron a Rodolfo Llopis e hicieron de la política no un servicio a la ciudadanía, que representaban y que para eso les habían votado, sino su modo de vida, procurando no salirse de la foto, como le pasó a Casado (el “pobre Valbuena” de la humorada lírica de Arniches) el día que criticó en la radio a Díaz Ayuso sin calibrar sus consecuencias.
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