Hace unas jornadas comentaba que
estaban desapareciendo de la circulación los limpiabotas, de la misma manera
que antes lo hicieran los “mozos del exterior”, o sea, aquellos sufridos maleteros de andén de
estación. Los maleteros desaparecieron el día en el que a las maletas les
pusieron ruedas y los limpiabotas cuando se inventó el “kánfor”, es decir, ese
tubo de líquido con esponjita incorporada. Ahora me veo en la necesidad de
tener que añadir una nueva profesión a ese rol de profesiones amortizadas: la
de farero. Existen 187 faros en el
litoral español y muy pocos de ellos ocupados. En 1847 se creaba en España el
Plan General de Alumbrado Marítimo y en 1851 el Cuerpo de Torreros de Faros. Sería en 1939 cuando, a petición de los
torreros se cambió tal denominación por la de Técnicos Mecánicos de Señales
Marítimas. Tiene gracia ese cambio de denominación profesional, aunque por
estos andurriales todo es posible si tenemos en cuenta que a los porteros de
discoteca les llaman ahora “controladores de acceso”. Pero, a lo que iba,
moreno. En 1992 se promulgó la Ley
de Puertos y de la Marina Mercante
por la que desaparecían esos técnicos. Cada faro tiene su historia. El más
antiguo, el Faro de Hércules en La Coruña.
Su aspecto actual data del siglo XVIII. El Cabo Finisterre,
inaugurado en 1853, ha
sido testigo mudo de innumerables naufragios. Recomiendo la lectura de “Madera
de Boj”, último libro de Cela, para que el lector pueda hacerse una idea de las
desgracias acumuladas entre los faros de Finisterre y de Cabo Touriñán. El Faro
de la Plata, en
Guipúzcoa, fue inaugurado en 1855 y ha servido desde entonces para señalar el
Puerto de Pasajes. En 1867 se inauguraba en Chipiona el faro con la torre más
alta de la Península. El
Faro de Peñíscola, Castellón, data de 1899 y allí tuvo lugar el rodaje de la
película “Calabuch”, dirigida por Luis García Berlanga y estrenada el 1 de
octubre de 1956, donde se narra la historia del profesor George Hamilton y sus
reuniones con el farero, encarnado en José Isbert. Berlanga contaba la
siguiente anécdota de este excelente actor madrileño: “Hace poco me he enterado
de que Pepe Isbert no se leía los guiones, sino que sólo se traía a los rodajes
las frases que tenía que decir escritas en tinta roja. Y eso demuestra la
calidad de un actor que se metía en una película sin saber de qué iba”. En fin,
como resultaría largo enumerar los principales faros de España, sólo haré
mención a Cabo Mayor (Santander) inaugurado en 1839, por lo tanto anterior al
plan de 1847. En sus inicios, el faro contaba con una óptica de segundo orden y
sistema con lente de Fresnel, que daba una luz fija con un destello cada minuto
y llevaba 100 espejos superiores y 60 inferiores, con 8 lentes y un mechero de
3 mechas circulares concéntricas. Se movía por un sistema de pesas y producía
un cono de luz de 3
pulgadas de base y 2 de altura. Se construyó en París,
costó 8.000 pesos fuertes y su gasto era de medio litro de aceite por hora de
encendido. Además
de cumplir con su misión de ayudar al navegante, la casa del farero alberga en la actualidad el Centro de Arte
Faro de Cabo Mayor, donde hay una exposición permanente de faros y una
colección de pinturas de Eduardo Sanz. Junto al faro Cabo Mayor existe una cruz
como homenaje a los santanderinos arrojados por el enorme farallón, de cuarenta
metros de altura y que cae a pico sobre las aguas, durante la Guerra Civil. Algunos cadáveres,
entre los que se encontraban varios frailes trapenses del monasterio de
Cóbreles, pudieron ser rescatados y depositados bajo el altar de la iglesia de “El Cristo”, situada en los
bajos de la Catedral
junto a otros ciudadanos fusilados en las tapias del cementerio de Ciriego o
tiroteados en la nuca en el barco-prisión “Alfonso Pérez”, donde pasmosamente
salvó la vida mi abuelo materno.
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