En el artesonado mudéjar del
techo de la desaparecida iglesia de San
Matías, en Granada, han descubierto una carta de amor que ya tiene 92 años. Era
la epístola que un tal Pepe escribió a Emilia en 1921 pero que no llegó a su
destino o, si así fue, ella, Emilia, la escondió para que nadie la pudiese
descubrir. Pepe, entre otras cosas, le decía a Emilia que le mandaría con un
recadero otra carta junto a un racimo de uvas dirigido a un tal don Antonio.
Según leo en ABC, “lo que sí han detallado en el Museo de la Alambra es que la carta nunca colgó del techo de la iglesia
de San Matías, un extinto templo ubicado al final de la calle Elvira de
Granada que se destruyó a finales del siglo XIX, antes de las letras de Pepe,
para albergar el diseño de la
Gran Vía y el anchuroso centro de la ciudad”. Sea como fuere,
Pepe y Emilia son dos personajes desconocidos para el resto de los mortales que
bien merecerían ser protagonistas de una novela de Pérez y Pérez. Es como una
botella con mensaje que una mañana aparece en la playa. Algunas botellas han
cruzado el Océano Atlántico, como alguna de las enviadas por un tal Harold
Hackett, que vive en Canadá, en la pequeña isla del Príncipe Eduardo. Desde
1996 envía mensajes dentro de botellas de plástico y espera respuesta
aprovechando los vientos y las corrientes marinas. Ya ha enviado más de 5.000
mensajes en los que nunca deja un número de teléfono o un correo electrónico y,
según parece, ha recibido 3.100 mensajes de respuesta, mayormente del norte de
Europa, de las Bahamas y de África. Algunos mensajes han tardado más de trece años en llegar a su destino.
Félix Casanova Briceño cuenta en “Historias de nuestra historia” que “el caso
más rocambolesco fue quizás el de Chunosuke
Matsuyama, un marino japonés que
naufragó con 44 compañeros en 1784. Poco antes de que él y sus compañeros murieran de hambre en un arrecife
de coral del Pacífico. Matsuyama escribió un breve relato de su tragedia en un
pedazo de madera, lo selló en una botella, y la arrojó en el mar. La botella
estuvo durante 151 años a la deriva hasta que 1935 arribó a la costa del pueblo
donde había nacido Matsuyama”. Es imposible predecir el rumbo de una botella.
Una vez se hizo el experimento de lanzar dos botellas con mensaje al agua en
Brasil. Una de ellas apareció, ignoro cuánto tiempo después, en una playa de
África; la otra, en las costas de Nicaragua. De cualquier forma, lo que a mí me
preocupa, y sobre lo que todos deberíamos reflexionar, es el tiempo que tarda
una botella de plástico en degradarse. Suponiendo que sea de PET (tereftalato
de polietileno), los microorganismos no tienen mecanismos para atacarlos y
pueden permanecer indestructibles entre 100 y 1000 años. La de vidrio, más de
4000 años. O sea, duran más que el amor. A las botellas con mensaje que siguen
a la deriva eternamente y a las cartas
de amor que nunca llegan a su destinatario les sucede como a los cocos; que,
como decía Ramón Gómez de la
Serna, tienen dentro agua de oasis. Lo que sucede es
que no lo saben.
(A Manuel Martín Ferrand. In memoriam.)
(A Manuel Martín Ferrand. In memoriam.)
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