Me ponen bastante nerviosos
ciertos camareros de velador de un tiempo a esta parte. No sé por qué razón
todos visten de oscuro, como si llevasen el clériman puesto pero sin el
alzacuello, y son de origen sudamericano. No dicen “señor, ¿qué le sirvo?” sino
“hola chico, ¿qué te pongo?", como si el cliente fuese educando de una escuela
pública donde los alumnos tutean al maestro como la cosa más normal del mundo,
o como si el cliente, en este caso yo, estuviese
apoyado en la barra del ambigú de la agrupación local de ese sindicato, ¿cómo
se llama?, al que pertenece el conocido Tío de la Mariscada, que tiene
hasta himno y que dejó pequeño a Rodríguez de la Borbolla, siendo
presidente de la Junta
de Andalucía, a bordo del bateau-mouche en su aventura equinoccial por el río
Sena. El Tío de la Mariscada,
que ya tiene hasta himno, es como aquel tipo del Oeste americano que liaba los
cigarrillos a lomos de su caballo y con una sola mano, mientras con la otra
encendía la cerilla en la espuela de la bota. El Tío de la Mariscada aquel, que ya
se ha convertido en leyenda sureña, pelaba los langostinos de Sanlúcar con una
sola mano, o sea, uno en cada mano y sin ningún tipo de rubor. ¿Qué cómo
empieza el himno?: “¡Cuidado! ¡Que ya viene a trabajar!/ ¡Alerta, despistados
chipirones!/ ¡Alerta, bogavantes, mejillones!/ ¡Alarma, frutería de la mar!”. Más
o menos, oiga, que tampoco hay que hilar tan fino. Ya sé que estamos en otros
tiempos y que no se estila aquel camarero que siempre iba de rigor, a lo Lucio,
de chaquetilla blanca y corbata negra, que manejaba la bandeja de chapa con
maestría y que cuando le pedías un vermú jamás se olvidaba de preguntar al
cliente si deseaba soda. La verdad es que tampoco veo ya sifones en los bares y
que, cuanto más corriente es el vermú, más caro lo cobran por tratarse, según
afirma el camarero, de un “vermú casero”. Y estos confianzudos tipos, que
todavía creen que me la dan con queso, acostumbran a llaman vermú casero a un vermú infame, muy cabezón,
comercializado a granel (en ocasiones hasta en botella de plástico) y cuyo
coste en el mercado no alcanza los dos euros el litro. Si por lo menos te
incluyeran en el precio un platillo con dos gildas o unas aceitunas sin hueso,
bueno, aún sería perdonable. Pero no, aquí, y cuando digo aquí me refiero a
Zaragoza, sólo te entrega ese mozo de camisa oscura, un platillo con una nota
de caja y la petición de que lo abones de inmediato por si las moscas.
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