En su artículo de hoy en El Mundo, Fernando Sánchez Dragó cuenta lo que ya ha escrito en otras
ocasiones, o sea, cuando en 1936 Juan
Pujol Martínez, jefe de Prensa y Propaganda de la Junta de Defensa de Burgos
denunció a su padre, Fernando Sánchez
Monreal, entonces director de la Agencia Febos y militante del
Partido Republicano Conservador de Miguel
Maura. Como consecuencia de ello, su padre fue fusilado por un grupo de
falangistas. Y un día, Sánchez Dragó decidió cambiar la placa de la plaza que
Juan Pujol tiene en Madrid y sustituirla por otra con el nombre de su padre. Al
día siguiente, tal placa sustituida era retirada por los servicios del
Ayuntamiento, como no podía ser de otra manera. Era entonces alcalde Ruiz-Gallardón. Sánchez Dragó le pidió
al entonces alcalde que considerara el cambio de nombre y éste, Gallardón, miró
para otro lado. Ahora, tiempo después, Sánchez Dragó se dirige a Manuela
Carmena, la nueva alcaldesa, para que ésta “se moje” y considere de nuevo esa petición de cambio de placa. Y
Carmena piensa cambiar por otro nombre, aunque no por el de su padre. No tiene
sentido cambiar el nombre del verdugo por el nombre del ajusticiado, salvo que
se trate, verbigracia, de Juan de Lanuza.
Juan Pujol Martínez (no confundir con Juan Pujol García, el doble agente
espía español conocido como Garbo y Arabel, que fue capaz de engañar a Hitler) fue corresponsal de ABC, colaborador de la revista Acción Española, redactor del manifiesto
de Sanjurjo durante el golpe de
Estado de 1932, diputado por Madrid en Acción Popular en 1933 y por Mallorca
con la CEDA en
1936, jefe de Prensa en Burgos y amigo de Ramiro
de Maeztu y de Manuel Machado.
Dirigió el diario Madrid entre 1939 y
1944 y publicó poemas varias novelas cortas. Fue condecorado con la Orden de Isabel la Católica.
A mi entender,
Fernando Sánchez Dragó lo que pretende ahora con Carmena, y pretendió entonces
con Gallardón, es derramar como un vaso de vino sobre el mantel su conocido afán
de protagonismo de la forma que sea. Su egolatría no tiene parangón. Casos tan
dramáticos como el suyo, que sin duda lo fue, los hubo a millares en todo el
territorio patrio. Es necesario que se traslade la Ley de la Memoria Histórica
al callejero de todas las ciudades y pueblos de acuerdo con su artículo 15. Y
si a Juan Pujol hay que quitarlo, que se le quite, como de hecho se piensa
hacer. Pero no hay necesidad de subirse a una escalera, quitar el viejo rótulo,
colocar otro con el nombre de su padre y solicitar de la policía urbana ser
detenido por esa acción. Y eso es lo que en su día hizo Sánchez Dragó para
llamar la atención de los peatones. Pero sobre la plaza Juan Pujol, situada en
el madrileño barrio de Malasaña, no tengo claro a quién de ellos está dedicada:
si al espía catalán que facilitó el desembarco de Normandía, o al murciano jefe
de Prensa de la Junta
de Burgos, como Sánchez Dragó entiende. Sería lo primero que habría que aclarar
desde el Ayuntamiento de Madrid en evitación de confusiones. En cualquiera de
los casos, ese nombre, el de Juan Pujol sobra en el callejero madrileño. Pero,
como decía un viejo anuncio publicitario: “No te sulfures, Norberta: con florispán todas muertas”. Una cosa es que
haya que quitar un nombre del callejero por la fuerza de la ley; y otra, muy
distinta, que Sánchez Dragó pretenda aprovechar la circunstancia para dedicar
una plaza de Madrid a su padre. ¿Y por qué no al mío? Ya se sabe: a río
revuelto, ganancia de pescadores.
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