He visto el cartel de las fiestas de san Roque de Calatayud. El santo lleva
la mascarilla puesta. Lo que ya no sé es si su perro (Melampo, Rouna,
Guinefort, o Gozque, que todos esos nombre se le
atribuyen al can que le acompaña en los altares) estuvo alguna vez vacunado
contra la rabia y la leishmaniosis.
Supongo que no, que por aquellos años los perros que carecían de tarjetas sanitarias
y la vacuna no se había inventado. Tampoco se ha ingeniado hoy la vacuna contra
la covid-19, que lleva camino de
convertirse en una plaga bíblica en toda regla. Necesitamos a san Roque ahora
como lo necesitaron los apestados entonces. También él quedó huérfano a los 20
años, cuando tenía previsto hacer una peregrinación
desde Montpellier hasta Roma para visitar santuarios. Fue entonces cuando
apareció la peste septicémica que le quebraron sus planes turísticos. En
Plasencia (en Emilia-Romagna, cerca de Bolonia) se infectó y su cuerpo quedó
maltrecho y lleno de úlceras. De aquello ya ha pasado mucho tiempo. En la
actualidad, san Roque es uno de los tres patrones de los peregrinos, junto a san Cristóbal y san Rafael. Aquella peste alcanzó al 60 por ciento de la población
europea. Tanto es así que la Península Ibérica, que entonces contaba con unos 6
millones de habitantes se quedó reducida a 2 millones y medio, y los 80
millones europeos quedaron reducidos a 30 entre los años 1347 y 1353. (“La Peste Negra, 1346-1353”.
La historia completa. Ole Benedictow. Akal, Madrid, 2011). Este año, por culpa
del coronavirus no se celebrarán las fiestas de san Roque en la ciudad
bilbilitana y en ninguna otra parte. Los tiempos no están para fastos ni para subir procesionando los fieles devotos y
una docena de peñas hasta el cerro empinado de la Sierra de Armantes donde se
halla la ermita, construida en honor del santo en el siglo XVIII como promesa
secular tras la epidemia que sufrió la ciudad en 1763. En su interior de se
conserva una talla en madera policromada labrada por el artista bilbilitano Gregorio de Mesa. A ese escultor se
atribuyen, entre otros trabajos, el Ecce Homo y la Dolorosa de la iglesia
del barrio zaragozano de de Santa Isabel; el retablo de santa Marta en el trascoro de La Seo y la imagen de san
Antonio de Padua en la iglesia de San Felipe y Santiago de Zaragoza.
Falleció en la zaragozana calle de Contamina el 16 de marzo de 1710.
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