Estoy de acuerdo con Isabel Celaá en que no se pueden mantener los colegios cerrados.
Pero decir, como ha dicho, que “hoy no se haría un cierre de colegios como en
marzo” es algo que ni Celaá ni el maestro armero pueden asegurar con esa
rotundidez. Primero habrá que valorar el rumbo que toma la pandemia; es decir,
si aumentan los casos de enfermedad o se aminoran. Todo dependerá, supongo, de
cómo evolucionen los acontecimientos en los próximos meses. Y ha añadido la
ministra de Educación que “hoy sabemos más de la infancia y la Covid que en marzo y la evidencia
científica dice que los niños no son los 'superdiseminadores' (sic) del virus como se pensaba entonces".
Entonces, ¿cuándo? Porque en marzo pasado el gabinete ministerial presidido por
Sánchez se miraba el ombligo para confirmar que era redondo. Y ha rematado la
faena aclarando que "a través de las llamadas burbujas se puede garantizar
una buena salud del grupo incluso cuando los pequeños no guarden las
distancias", y ha apelado a la responsabilidad de los padres para que los
niños no vayan al colegio con síntomas. O sea, si el niño tose o tiene mocos,
que estudie por correspondencia, como en aquellos cursos de Radio Maymo donde aprendías a ponerle
las válvulas a un armatoste de grandes dimensiones que al enchufarlo hacía más
ruido que Radio Pirenaica. Hoy acaba
agosto. Que el mercedario san Ramón nonato
nos bendiga. Todavía recordamos cuando Isabel Celaá, al referirse al Pin escolar, dijo en enero pasado que “los
hijos no son propiedad de sus padres sino del Estado”. Pero el Estado, que a mí
me conste, no abona el coste de la educación ni el mantenimiento ni el vestido
ni la medicación de nuestros hijos. Al Estado, mis dos hijos le deben ser
funcionarios de carrera no por su merced sino por haber superados
unas muy difíciles oposiciones logradas con el esfuerzo de ellos, y costeadas
con grandes sacrificios de sus padres. Vamos a empezar a ser serios.
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