Por aquellos años de mi juventud perdida para siempre parecía normal que el cartero, el sereno,
el basurero, el portero y el que metía el periódico cada mañana por debajo de
la puerta llamasen al timbre y entregasen a la persona que abría la puerta una
tarjetita deseando felices fiestas navideñas. Había tarjetas para todos los
gustos, algunas contenían hasta versos alusivos a su oficio. Javier Rodríguez (Diario Montañés, domingo 15 de diciembre de 2019) cuenta una
anécdota que transcribo: “Se cuenta de un cierto niño cántabro que hoy peina
canas al que su mamá, que iba a salir de casa para hacer un recado, le dijo: «Si llaman a la puerta no
abras ni contestes, porque va a venir un señor a pedir el aguinaldo y no
tenemos dinero».
Salió del hogar unos minutos la señora y al poco tiempo entró en escena uno de
los peticionarios del aguinaldo. Ante su reiteración apretando el timbre de la
puerta, respondió sin abrirle la criatura: « ¡No insista, señor, que
me ha dicho mi madre que le diga que no hay nadie porque no le quiere pagar el
aguinaldo!». Al
regresar la progenitora y preguntarle si había venido alguien, el nene le
explicó con naturalidad lo acontecido. Y casi le da un patatús, claro”. Hoy ya
casi nadie da propinas. Porteros van quedando pocos, los serenos desaparecieron,
los carteros dejan la correspondencia en los buzones del portal y nadie mete la
prensa con faja por debajo de la puerta de la calle. Ahora, por no conocer, ya no
conocemos ni a los vecinos de escalera. Resulta entrañable esa foto
bilbilitana, posiblemente de principios de los 60, donde puede verse a un
guardia municipal dirigiendo el tráfico en la intersección de Sixto Celorrio con la N-II al tiempo que un compañero suyo, en la
acera de enfrente, custodia los “aguinaldos” que algunos conductores les hacían
entrega con motivo de la Pascua de Navidad. Es de suponer que al término del
servicio se los repartirían entre todos los compañeros, que por aquellas fechas
no llegarían a una docena, quince a lo sumo. A los agentes de la Autoridad
Municipal había que tenerlos contentos aunque sólo fuese una vez al año, no
para comprar voluntades sino para agradecerles el interés que siempre ponían en
el cometido de sus funciones.
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