miércoles, 17 de marzo de 2021

Otras Semanas Santas


 En el pueblo donde pasé mi niñez la Semana Santa se notaba poco, salvo con la procesión de Viernes Santo, cuando unos mozos se ponían el capirote morado, otros el tercerol negro y los menos de ellos se vestían con armadura de legionario romano; es decir, con cascos, cotas de malla,  loricas segmentatas, que eran unas placas de hierro unidas por tiras de cuero, la túnica escarlata, la lanza,  gáleas (cascos), baleos, que era los cinturones necesarios para sujetar las espadas y unas sandalias tachonadas con algo de tacón, ideadas por Escipión el Africano, el general que derrotó a Aníbal en la Batalla de Zama en el año  202 a.C. mediante una táctica consistente en la utilización de corazas brillantes de deslumbraban a los elefantes, pidiendo a los músicos que hicieran sonar ruidos estridentes y utilizando tribulos (abrojos) que eran cuatro clavos afilados en forma de tetraedro que se clavaban en las blandas pezuñas de los camellos y les frenaban su marcha. Y vestidos de esa guisa, los mozos seguían el recorrido procesional con un ruido acompasado con los mohosos extremos de los palos de las lanzas en el empedrado. Entre aquellos mozos convertidos en soldados romanos por un día, se hallaba Mariano Talamantes Zanahor, alias El Mari, que ejercía de centurión y procesionaba muy serio, con la frente levantada y sin mirar a nadie. Los romanos iban detrás de la peana de “la coronación de espinas”. En un momento dado, Mariano Talamantes Zanahor ordenó a sus legionarios que parasen la marcha aprovechando que el párroco, como era costumbre, hisopaba el exterior de la casa del alcalde.  El Mari aprovechó la obligada parada para relajarse. Al mirar para uno de los lados, entre los curiosos que contemplaban la procesión se encontraba su amigo Gonzalo Agramunt Cugat, con el que la noche anterior había estado tomando unas limonadas por las tabernas del pueblo. Lo de limonada era un eufemismo. Se trataba de una especie de sangría a base de vino tinto peleón, azúcar, alguna corteza de limón y mucha canela. Aquella ingesta explosiva, si no se controlaba, producía grandes melopeas. A Gonzalo Agramunt Cugat le había tenido que acompañar El Mari a su casa la noche anterior hecho unos zorros. Pero aquella tarde, Gonzalo Agramunt Cugat estaba relimpio, con americana nueva, camisa blanca, corbata de flores y pelo engominado observando el espectáculo que se ofrecía a su vista. La procesión se volvió a poner en marcha y Mariano Talamantes Zanahor ordenó a sus legionarios avanzar con gallardía. En un momento dado, Mariano escuchó una voz salida de entre el público que de decía: “¡Cómo gozas, pajaro!”. Era la voz de su amigo Gonzalo Agramunt Cugat. Mariano Talamantes Zanahor rompió el protocolo, dejó de lado la seriedad que requería el momento y mirando a Gonzalo le espetó: “¡Y qué chaquetica…!”. Caía la noche y la procesión discurría monótona entre callejas con  sonidos de repiques de tambores, ruidos de lanzas sobre el empedrado, viejas enlutadas con escapularios de Hijas de María, gorigoris y chirridos de los ejes de las ruedas que servían de soporte a unas peanas con dolorosas y cristos con mucha sangre, escoltados por miembros de la Benemérita con el barboquejo caído y máuser a la funerala. La primera luna llena del equinoccio primaveral era como un testigo insomne, exánime y silente, preñado de misterio y fantasía.

No hay comentarios: