lunes, 8 de marzo de 2021

El visionario Hernando del Pulgar

 


A veces me pregunto: ¿Qué hubiese sucedido en Castilla de haber sido coronada como Juana I, hija legítima de Enrique IV y a la que las malas lenguas motearon como La Beltraneja? ¿Se hubiese conquistado Granada el 2 de enero de 1492? ¿Se hubiesen financiado los viajes de Colón por la Corona de Castilla? ¿Hubiese perdido protagonismo el cardenal Cisneros como tercer inquisidor general de Castilla? Gregorio Marañón, en su “Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo”, entiende (cito textualmente lo que  explica el ilustre médico al comienzo del capítulo VII de su libro) que “el simple examen de las referencias históricas nos conduce, pues, a la certeza de una anormalidad profunda en los instintos de Don Enrique. Ahora bien; esta afirmación no implica la seguridad de que la hija de Doña Juana, la desgraciada Beltraneja, fuera fruto de adulterio, como supusieron la mayoría de los españoles. Para Marañón, tal deficiencia no equivalía a una impotencia absoluta, lo que supone que pudo tener alguna relación aislada con su segunda esposa, Doña Juana, “aunque trabajosa y deficiente”. Tampoco está probado que Doña Juana tuviese relaciones íntimas con Beltrán de la Cueva. Como aclara Marañón, “…en Alaejos, sí, empieza la vida extralegal de Doña Juana; pero sólo entonces. De su amante, Don Pedro el Mozo, tuvo la reina dos hijos: Don Apóstol y Don Pedro”. Su muerte, posiblemente por envenenamiento de arsénico, tuvo lugar en 1475, cuando contaba 36 años de edad y pocos meses después de la muerte de su marido. De lo que no cabe duda es que Juana fue la única descendiente directa de Enrique IV; y de que, al no tener más descendientes ni con su mujer ni con sus amantes, por tanto, le correspondía a ella en derecho la Corona de Castilla. La Batalla de Toro (1 de marzo de 1476) cambió las tornas en beneficio de su tía Isabel, hermanastra de Enrique IV, y la pobre Juana terminó tras la muerte de su marido, Alfonso V de Portugal, enclaustrada por el Tratado de Alcaçovas en el convento de Santa Clara, en Coimbra. Y por ironías del destino, muerta Isabel en 1504 como consecuencia de un cáncer endometrial, Fernando de Aragón propuso a Juana la Beltraneja  que se casara con él y de esa guisa poder quitar el Reino de Castilla a Felipe de Austria, que gobernaba en nombre de Juana I. Ésta no aceptó su proposición y se sabe que hasta su muerte en Lisboa, en 1530, firmó como “Yo la reina”. Fernando de Aragón, ante el desdén de Juana, se casó con Germana de Foix en 1506 con una sola obsesión en su cabeza: que su hija Juana, apodada La Loca, o su marido, al que odiaba su suegro no pudiesen heredar la Corona de Aragón. Para ello se necesitaba que Fernando tuviese un hijo con Germana. El 3 de mayo de 1509 nació Juan, y su gozo quedó en un pozo al morir a las pocas horas de nacer. Y en un vano intento por tener más descendencia, Fernando murió en Madrigalejo en 1516 como consecuencia las pócimas administradas para poder tener mayor potencia sexual. Pero años antes de su muerte tuvo la baraka de que su yerno Felipe el Hermoso, que de hermoso no tenía nada como se aprecia en diversos lienzos, muriese en 1506 de forma casi repentina; y, posteriormente, logró incapacitar a su hija Juana, que terminó sus días encerrada en Tordesillas. Finalmente sería su nieto Carlos  (“un glotón que carecía de toda templanza y dominio de sí mismo”, según lo describe Ludwig Pfandl) el que heredaría todos sus reinos. No iban desencaminadas las coplas de Hernando del Pulgar en su “Mingo Revulgo” cuando escribió aquello de: “La color tienes marrida,/ el cospanzon rechinado,/ andas de valle en collado/ como res que va perdida,/ y no oteas si te vas/ adelante o caratrás,/ zanqueando con los pies,/ dando trancos al través/ que no sabes dó te estás”.

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