viernes, 12 de marzo de 2021

Un siglo con más sombras que luces

 


Para entender el modo de ser de los españoles del siglo XIX, al margen de la caótica política, de una República fugaz, del constante ruido de espadones, de unas guerras civiles entre carlistas e isabelinos (donde lo único bueno fue el “invento” de la tortilla de patata durante el primer sitio de Bilbao, en 1835, cuando Zumalacárregui buscaba un alimento barato y nutritivo para sus tropas) y unos insufribles reinados, nada hay mejor cosa, a mi entender, que leer a José Blanco White, a Mariano José de Larra, a Ramón de Mesonero Romanos, a Leopoldo Alas, a José María de Pereda y a Benito Pérez Galdós. Y cómo no, detenernos en la contemplación de las fotografías de J. Laurent que llevó a cabo por todo el territorio carpetovetónico. Aquel siglo comenzó con la aparición de la fiebre amarilla en Sevilla, que diezmó a la sexta parte de una población de 80.500 vecinos. Treinta y cinco años después, la tercera y última Desamortización (1835) exclaustró a muchos frailes y monjas de las órdenes tradicionales y muchos especuladores se enriquecieron con la adquisición de terrenos y edificios pertenecientes al clero a muy bajo precio. “Esa Desamortización fue consecuencia de la necesidad de convertir la tierra en un bien de mercado con el objeto de ganar el apoyo decidido para la causa isabelina de los sectores liberales del ejército en el transcurso de la Primera Guerra Carlista (1833-1840) y, sobre todo, de la acuciante necesidad de María Cristina de Borbón, como reina regente, durante la minoría de edad de su hija, Isabel II, para obtener recursos económicos con los que financiar la contienda y frenar, con la ayuda del ejército liberal, las aspiraciones de Carlos María Isidro de Borbón a hacerse con el trono por la fuerza y en aplicación de la Ley Sálica, dada su condición de hermano de Fernando VII”, como bien señala Diego Prieto López en su trabajo “La familia Muntadas y el Monasterio de Piedra. Un ejemplo pionero de turismo y protección del patrimonio”. Como digo, el Monasterio del Piedra (antigua abadía del siglo XIII) y el antiguo coto cerrado del Señorío de Piedra (una vez desalojados los monjes Bernardos) fueron adquiridos ocho años más tarde (en 1840 y escriturados en 1844) en completo estado de desidia mediante subasta pública por el industrial barcelonés Pablo Muntadas Campeny  por 1.250.000 reales de vellón. Eso sí, como aclaró el profesor José Luis Cortés Perruca, “una parte importante de los objetos litúrgicos fueron repartidos por las iglesias del entorno, que, en su mayoría, carecían de grandes retablos y objetos de culto preciosos, previo permiso del obispado, puesto que, al menos en teoría, la ley desamortizadora reconocía que las iglesias desamortizadas debían ser administradas por la mitra”. En medio de aquel caos apareció de igual modo al comienzo de la segunda mitad de siglo la figura del Marqués de Salamanca, que ora se enriquecía, ora se arruinaba con sus proyectos ferroviarios y urbanísticos; y ya casi al final, la pérdida de Cuba y Filipinas, la fiebre de la siembra y cultivo remolachero y las primeras altas chimeneas de alcoholeras e ingenios del azúcar, principalmente en Castilla la Vieja, Aragón y Andalucía eran la señal de que el sector agropecuario y el de productos transformadores comenzaban a entenderse.

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