martes, 4 de mayo de 2021

La novela histórica

 


A mi entender, todo el que se adentra en la novela histórica parte con ventaja, puesto que los personajes no hay que inventarlos y los hechos biográficos, tampoco. A partir de ahí, sólo se trata de hilar un relato que sea atractivo para que enganche con el lector. Es el caso de “Volavérunt”, de Antonio Larreta o “Soldados de Salamina”, de Javier Cercas. Recuerdo haber leído una trilogía de Ricardo de la Cierva sobre la figura de Isabel II. Su autor utilizó los recursos que le proporcionaba la ficción para tratar el aspecto humano de una reina inculta, más tarde casada con su primo gay en 1846 por razones de Estado y donde van apareciendo en escena sor Patrocinio, más conocida por la monja de las llagas, un Gobierno Relámpago y Salustiano Olózaga, el hombre que, según su autor, fue el primero en manifestar una ardiente pasión por una joven mujer ardorosa y en ser correspondido por ella. Ricardo de la Cierva “se vino arriba” cuando quedó finalista en 1988 del Premio Planeta, y aquella novela, “El triángulo. Alumna de la libertad”, constituyó el embrión de dos novelas más sobre la vida de la reina, fallecida en 1904, “El triángulo  II. La cuestión de palacio” y “El triángulo III. La dama de Montmartre”, con la que remató su trilogía. Pero en la historia reciente se apoyaron otros escritores para dar rienda suelta a un cóctel de realidad, imaginación y hasta unas gotas de angostura. Me estoy refiriendo a  Pérez Galdós, Baroja, Valle Inclán,  Blasco Ibáñez, Ramón J. Sender… La lista de escritores españoles que cultivaron ese “subgénero” es más extensa que la estepa rusa. Luego existe otro tipo de relatos que no tienen la trabazón de novela pero que cumplen la misión de distraer al lector, que es de lo que se trata. Sirvan a modo de ejemplo las intrigas, dimes y diretes recopilados por autores como Natalio Rivas Santiago con su “Anecdotario histórico contemporáneo”, o las ingeniosas “Historias de la Historia” de Carlos Fisas. Podría ir más lejos en esa exposición, puesto que cualquier invención está enmarcada en el ámbito de un periodo concreto. Particularmente, siento devoción por los relatos de “Celia”, de Elena Fortún, por “La rosa”, de Camilo J. Cela, y por el libro “Primeras hojas”, de Alonso Zamora Vicente, en ese oscilante vaivén entre la ilusión y el desengaño de sus experiencias infantiles. Hay otros: “El jardín de los frailes”, de Manuel Azaña durante su niñez y pubertad en los agustinos de El Escorial, o “A.M.D.G.”, de Ramón Pérez de Ayala y su tiempo de mocedad entre jesuitas. Ambos trabajos literarios son de un inestimable valor. El ensayo es distinto. Necesita de documentación y esfuerzo. Y si quién escribe los ensayos es médico, miel sobre hojuelas, ya que puede añadir al extenso conocimiento histórico de personajes sus trastornos ciclotímicos, si los hubiere. Sirvan como ejemplos “El conde-duque de Olivares” o “Ensayo biológico de Enrique IV de Castilla y su tiempo”, ambos de Gregorio Marañón.

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