domingo, 12 de septiembre de 2021

Entre lo religioso y lo profano

 


El origen de las fiestas patronales estuvo siempre relacionado con la celebración de Ferias, donde se creaba una importante actividad comercial en aquellas ciudades donde se llevaban a cabo. La celebración del santo patrón sólo era una excusa para que el dinero cambiase de mano. Quizás (eso también es cierto) se evocaba a algún santo o la Virgen en alguno de sus muy diversos nombres para que los trueques de mercancías variopintas, productos agrícolas o venta de ganado, alcanzasen el mayor éxito posible. A todo ello se fueron añadiendo músicas, bailes, títeres,  charangas, carruseles, actividades taurinas y espectáculos al aire libre para atraer a gentes de pueblos próximos  a mayor gloria del patrón y de las transacciones lucrativas. No cabe duda que la llegada del ferrocarril en la década de los 60 del siglo XIX a la vega del Jalón acercó a muchos pueblos. En los programas oficiales que editaban los respectivos ayuntamientos había una clara división de actos: religiosos y profanos. Para los primeros, existían viejas hermandades y cofradías encargadas de gobernar procesiones y portar peanas; para los segundos, se fueron creando peñas de amigos, que vestían diversos blusones, controlaban sus propios recintos y se hacían cargo del coste y de la contrata de diversos espectáculos nocturnos, así como del correspondiente servicio de ambigú. Para entender con mayor claridad ese fenómeno social recomiendo la lectura de “Historia de la siempre augusta y fidelísima ciudad de Calatayud”, de Vicente de la Fuente y Condón (Calatayud. Imprenta de El Diario, 1880-1881, 2 vols.) y del “Discurso de ingreso en la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis” de José María López Landa dedicado a Vicente de la Fuente (Zaragoza, José María López Landa, 52 páginas, 1935). La foto que hoy acompaño en la parte superior izquierda pertenece a los dos tomos de aquella primera edición, hoy muy difíciles de encontrar y que poseen un alto valor bibliófilo. Su formato y encuadernación me recuerdan aquella primera edición de los 16 volúmenes del “Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar” de Pascual Madoz,  al que dedicó nada menos que 15 años,  11 meses y 7 días de trabajos literarios y que superaba en importancia a otro de 1829 (“Diccionario geográfico y estadístico de España y Portugal”) escrito por el afrancesado palentino Sebastián Miñano.


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