lunes, 13 de septiembre de 2021

Ambigüedad calculada

 

Que España haya tenido nueve constituciones en 119 años de historia  es señal inequívoca de que el “Régimen del 78” no parece que sean las Tablas de la Ley entregadas a Moisés ni garantiza la continuación de una Constitución, la actual, consensuada en las Cámaras y ratificada por la ciudadanía un frío 6 de diciembre por  miedo a lo imprevisible; y que, posiblemente, terminará descomponiéndose como una lata de sardinas abierta y olvidada en una alacena. Nada es eterno. Este es un país donde supuran muchas viejas cicatrices por haberse cerrado en falso. Es cierto que “el miedo guarda la viña”, pero el odio de unos contra otros permanece en la “nube” en forma de unos y ceros, ya que la mecánica cuántica estudia la naturaleza a escalas espaciales pequeñas. ¿Por qué no se preguntó a los españoles la forma de Estado que deseaban a la muerte de Franco? La contestación a esa pregunta (Monarquía o República) que ahora me hago la dio Suárez muchos años más tarde. Sabía que, si se preguntaba, la Monarquía reinstaurada por Franco en la persona del delfín Príncipe de España se iría al garete. Los españoles no éramos monárquicos y el recuerdo de Alfonso XIII producía sarpullido desde que acatase sin rechistar el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, animase a Silvestre al descalabro de Annual y despareciera cobardemente en la polvareda 1931, como  en el viejo romance de don Beltrán en el paso de Roncesvalles.  ¿Por qué se mantuvieron los privilegios de la Iglesia Católica en aquellos acuerdos firmados el 3 de enero de 1979 (en plena transición democrática)  entre el ministro Oreja y el cardenal Villot? ¿Por qué se permiten las disparatadas inmatriculaciones sin intervención de notarios y registradores de la Propiedad? Aquel regalismo borbónico del “eius regio, ejus religio”, que venía a decir que la religión del príncipe se aplica a todo el territorio, comenzó en 1700 con la llegada a España de Felipe V por testamento de Carlos II y el apoyo de Inocencio XI. Ya entonces se formalizaron los primeros acuerdos con la Santa Sede  (1717 y 1737) que ponían fin a las malas relaciones diplomáticas con el papado por la guerra de Sucesión. En 1753 se produjo otro Concordato, siendo rey Fernando VI. A partir de 1812 se produjo la Alianza del Trono y el Altar. En 1835 se expulsaba a los jesuitas de España y las relaciones Iglesia-Estado se deterioraron más aún con la Desamortización de aquel año. En 1845 se aprobó la  Ley de Donación de Culto y Clero, que restituía a la Iglesia Católica los bienes desamortizados no vendidos. En 1851 hubo otro Concordato, firmado entre Isabel II y Pío Nono, que otorgaba a la Iglesia el privilegio de la fiscalización de la Enseñanza, en  colegios y escuelas públicas; la jurisdicción propia sobre sus miembros; la capacidad de censura y el derecho a adquirir y poseer bienes que ya no serían objeto de desamortización. A cambio, la Iglesia se comprometía a reconocer como soberana a la Reina de los Tristes Destinos. Durante la Segunda República se derogó el Concordato de 1851. Una vez terminada la Guerra Civil, el sátrapa triunfante implantó el nacionalcatolicismo, que quedó reflejado en los Acuerdos Iglesia-Estado de 1953. Con aquel Concordato, la Iglesia obtuvo un montón de privilegios: matrimonios canónicos obligatorios para todos los católicos; exenciones fiscales; derecho de censura de materiales bibliográficos, musicales y cinematográficos y de constituir universidades; exención del servicio militar para el clero; monopolio católico sobre la enseñanza religiosa en las instituciones públicas educativas y, como dicen los cursis, un largo etcétera. Franco, en pírrica contrapartida, obtuvo el derecho a presentar  ternas de obispos para ocupar sedes vacantes y el derecho (¿por la gracia de Dios?) a poder entrar en los templos bajo palio. Como dejó escrito Diego Jiménez (La Opinión de Murcia, 24/3/21), “un Estado moderno, que se define aconfesional, debe romper esas ataduras del pasado con la Iglesia Católica pues el artículo 16.3 de la CE78, de una ambigüedad calculada, estipula claramente que el Estado establecerá relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y otras confesiones. Para ello, se impone denunciar los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede. Y, al mismo tiempo, recuperar los bienes de dominio público en manos hoy de aquélla”.

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