sábado, 24 de diciembre de 2022

Elogio de "El gaitero"

 


Yo, que soy hombre de escasas pretensiones, sigo tomando en la cena de Nochebuena sidra “El gaitero”, la de Villaviciosa, en copa “Pompadour”, chata, de poco cuerpo y boca ancha, que permite construir castillos y rellenar a modo de cascada, algo que en mi caso no sucede. El resto de mi familia prefiere beber ese vino espumoso que denominan “cava”, por llamarlo de alguna manera, en copa “flauta” que, según dicen, influye en el desprendimiento del gas dióxido de carbono y en los aromas. Los enólogos entienden que a mayor superficie de contacto, mayor es la cantidad de carbónico que pasa al aire y se disipa del vino, y que por esa razón priman las copas altas y estrechas sobre las anchas y cortas. Pero con la sidra no tengo ese problema. A mí la que me gusta es la más barata, la que tiene el gollete plateado, como aquellas que siempre veía entrar en casa de mis padres cuando aparecía la hoja roja del calendario, como en los librillos de papel de fumar. Mi padre las dejaba tumbadas para que el corcho permaneciese mojado en su base interior. En su descorche, mi padre apuntaba al techo y el tapón salía disparado haciendo mucho ruido. Solía posarse encima de un armario. Era como la salva de ordenanza para que comenzase a hacer un guiño de cómplice la noche helada. Las compraba en el economato de la fábrica y venían en pequeños cajoncitos de madera que, en ocasiones, pedía al encargado del economato para hacer astillas y poder iniciar la lumbre en aquellas cocinas de carbón que tanto añoro, poniendo al descubierto un mantel blanco con platos muy del Norte:  la coliflor, el besugo... y las finas copas de cristal labrado presidiendo la mesa familiar. Aquella sidra "El gaitero", como digo, comenzó a champanizarse en 1890 para su mejor conservación durante los largos trayectos marítimos para el consumo de los asturianos en América. Por La Habana anduvo mi abuelo paterno, Aquilino Miranda Vallín, asturiano de nación y empleado en el "El Encanto". Con el tiempo desapareció de su etiqueta lo de “sidra-champagne”, y desde hace poco también la figura del gaitero asturiano con su traje regional soplando la gaita, sin saber a ciencia cierta si el gaitero la soplaba en Infiesto o junto al malecón habanero que miraba sin poder ver a la lejana España con melancolía. Puede que algún día, ay, desaparezca también el nombre de sus impulsores: “Valle, Ballina y Fernández”  y que la famosa sidra caiga en manos de una empresa multinacional. Ese día, quiera Dios que no llegue, dejaré de comprarla y romperé la copa "Pompadour" en un charco donde se refleja la luna silente en la que otrora estuvo el economato de un ingenio azucarero que tampoco existe. Todo se marchó al garete sin darnos cuenta, como nuestra infancia. La gaita asturiana, que parece que llora interpretando "La mi mozuca", tiene pequeñas diferencias con la gallega, es decir, un solo roncón (tubo más largo) en vez de varios; digitación cerrada (la mayoría de los agujeros tapados en la escala mayor) frente a la digitación abierta de la gallega (donde la escala mayor se produce levantando los dedos uno por uno, igual que en la flauta dulce); distinta tesitura (extensión del sonido) y diferencia en las cañas del puntero. Las cañas de las gaitas gallegas (palletas) son estrechas y alargadas. Las de las gaitas asturianas (payuelas) son más anchas y cortas. Si se comete el error de colocar una caña del puntero de una gaita gallega en una asturiana, o viceversa, esa gaita no sonará aunque hagamos un novenario a san Barbaciano, o al normando san Ebrulfo, cuya versión abreviada de su biografía la llevó a cabo en 1675 el monje benedictino Jean Mabillon  (“Vetera analecta”, vol. I, pp. 354-361). Pero esa es otra historia.

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