domingo, 25 de diciembre de 2022

El mal de la piedra

 


El discurso del jefe del Estado transmitido por todas las cadenas centra hoy los cometarios de la prensa.  Y todos ellos hacen hincapié en un párrafo de ese discurso donde se alude a la “erosión de las instituciones”. A las instituciones les ocurre lo mismo que la catedral de Burgos: que tienen “el mal de la piedra”. La Constitución Española  debería ser revisada y modificarse en aquello que fuese menester. Han pasado 44 años desde su aprobación por la ciudadanía y todavía existen flecos de difícil manejo, por ejemplo la inviolabilidad del monarca en todos sus actos, incluido aquellos actos privados que nada tienen que ver con el ejercicio de su función. Una monarquía en España solo será útil mientras el papel del monarca no se desvíe de su misión encomendada, es decir, sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes Generales, y convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución, todo ello contemplado en el Título II, artículo 56.1. Pero en ese mismo artículo, punto 3, se señala que la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad por estar sus actos refrendados, como establece el artículo 64. Pero, a mi entender, los actos privados del monarca sí deberían estar sujetos a responsabilidad. De ese modo se evitarían ciertos supuestos desmanes cometidos hasta 2014, año de su abdicación, por el anterior jefe del Estado, colocado a dedo por el dictador y metido de rondón dentro en el texto constitucional. A la muerte de Franco lo normal hubiese sido que a los españoles nos preguntasen qué forma de Estado queríamos: si monarquía o república. No se hizo por miedo al posible resultado, como reconoció Adolfo Suárez. Se prefirió que quedase plasmado en una Constitución que también fue del miedo y que, ahora, pasado casi medio siglo desde aquel referéndum, debería revisarse. Nada es inamovible. Aquí ha habido siete constituciones desde 1812 y un extenso rabo de pronunciamientos militares y golpes de Estado: el de Rafael de Riego (1820); el de la Granja de San Ildefonso (1836);   el de O’Donnell  en Vicálvaro, en 1854;  el de Serrano, Prim y Topete, en 1868; el de Pavía, en 1874; el de Martínez Campos en Sagunto, ese mismo año; el de Miguel Primo de Rivera, en 1923; el de Sanjurjo, en 1932; y el golpe de Estado de 1936 de un grupo de generales y  la ayuda de una trama civil contra la II República, que desembocó en la espantosa guerra civil que aupó a un sátrapa en 1939 a la Jefatura del Estado y que termino con todas las libertades hasta entonces conquistadas, con cárceles, pérdida de nacionalidad para exiliados, ejecuciones sin cuento, censura de libros y medios de comunicación y un poder casi omnímodo a la jerarquía de Iglesia Católica. Y con los pies en ese inmundo lodazal fuimos a las urnas aquel frío 6 diciembre de 1978 para votar algo que nos parecía un “mal menor”. Pero 44 años más tarde las instituciones se erosionaron, la corrupción se hizo patente y aquel que había sido señalado por el sátrapa como heredero del “18 de julio” y que en su día había jurado las “Leyes Fundamentales” y los “Principios del Movimiento” se vio forzado a abdicar por las razones que conocemos, aunque solo en parte. Mosquea que existan ciertos “asuntos de Estado” que no trascenderán a los españoles hasta que se desclasifiquen dentro de 75 años, cuando al pollino se le pueda poner la cebada al rabo. Sostengo que si “la soberanía reside en el pueblo”, como reza la Constitución, aquellos que están en poder de la cuerda de trenzado deben dejar a un lado la “omertá siciliana” e informarnos sin fisuras. Es lo menos que se debe conceder a quienes mantenemos la paja y el pesebre de la Corona, de la First Class y de esa Vieja Dama que no lleva  trazas de devolver los más de 60.000 millones de euros de dinero público prestado.  

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