viernes, 30 de diciembre de 2022

Tinta de calamar

 

A moro muerto, gran lanzada. Ese es un adagio  con la que, según el diccionario de María Moliner, se satiriza a los que se muestran valientes contra algo o alguien cuando ya no hay riesgo en ello. Está bien que el Ministerio del Interior  haya retirado las condecoraciones a policías franquistas, incluido Billy el Niño, muerto de coronavirus. Pero esa decisión debería haberse tomado mucho antes. Ha sido un afán pueril y tardío, como fue la exhumación de Franco en Cuelgamuros. Ya dijo Ortega que “atarse a los muertos es la más infeliz de las aventuras”. Ese adagio, en realidad, tiene un origen medieval de los tiempos de luchas entre moros y cristianos. Había guerreros que estaban al margen de las escabechinas y alejados del peligro, que escurrían el bulto, pero cuando la batalla terminaba le daban un espadazo o una lanzada al enemigo caído para manchar el arma con la sangre del muerto y poder presumir  ente los compañeros  de armas de haberse batido el cobre. La anomalía fue concederle a esos franquistas redomados títulos y honores. que no merecían. Aqui se dieron muchas lanzadas a moro muerto, si es que quedaba alguno, es decir, si el español era “merecedor” de castigo por el hecho de haber sido republicano y respetuoso con la Constitución de 1931 y, en consecuencia, estar considerado como “botín de guerra” si no se encontraba en el exilio o haciendo trabajos forzosos a mayor gloria del sátrapa gallego. Es la condición humana. Quitar placas colgadas en paredes de calles o despojar de títulos nobiliarios a personas que se enriquecieron con el franquismo con la aplicación de la reciente Ley de Memoria Democrática ya sirve de poco. Habría que haberlo hecho antes de la Transición. Los títulos nobiliarios ya solo sirven para ponerlos en las tarjetas de visita. Alejandro Bermúdez Alonso, en La tribuna de Talavera, el pasado 2 de diciembre escribió la anécdotaen la que, para presumir, un soldado dijo que se había encontrado con un enemigo  y le había cortado un brazo; y no contento con ello, para remachar su hazaña, al poco rato dijo que también le había cortado una pierna, de tal forma que el interlocutor le preguntó por qué razón no le había cortado la cabeza directamente, respondiendo el valiente mocetón que la razón fue que la cabeza ya se la había cortado alguien antes de verlo él…”. Aquí, con la Ley de Amnistía de 1977, que formó parte de la reforma política, faltaron agallas por parte de Adolfo Suárez para juzgar a criminales del franquismo todavía vivos antes de proceder al restablecimiento de un régimen democrático, de la misma manera que faltaron redaños para preguntar a los españoles que forma de Estado queríamos. No olvidemos que el delfín, Juan Carlos, el 22 de diciembre de 1975 juró en las Cortes Españolas los “Principios del Movimiento” y unas “Leyes de Sucesión a la Jefatura del Estado” de 1947, que no fue cosa distinta a las siete leyes fundamentales del franquismo, donde no existía en el Estado rey a la vista ni heredero de los derechos históricos, al haber abandonado Alfonso XIII España en 1931 en un acto manifiesto de cobardía, y que esa “astracanada” constituyó el inicio a un baile de pretendientes de diversas raleas, una vez excluido Juan de Borbón del organigrama de aspirantes, al que odiaba el caudillo más que al contubernio judeo-masónico, que ya es decir. La tinta de cefalópodo no es más que una estrategia de evasión que deja atrás un rastro oscuro que permite despistar al atacante.

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