lunes, 22 de enero de 2024

La nube


 

Estoy cabreado por el último recibo de la luz. De nada sirve que tenga cuidado con no dejar encendidas bombillas innecesarias cuando me dedico a hacer la gimnasia que me gusta por las noches, o sea, leer libros. De nada sirve, tampoco, que tenga el termo de agua en posición  de “económico”, que deje de ver en televisión los programas basura, que tenga la nevera en posición de bajo rendimiento o que haya cambiado todas las lámparas de filamento por lámpara led. Pero mi cabreo aumenta cuando veo lo que pago por tasas de basuras y por el agua de grifo. Digo más, hasta los sellos de las cartas han subido de precio. Ello me obliga a no poder usar el horno para asar manzanas, que es uno de mis postres favoritos, ni tampoco carnes o pescados. No sé si eso lo podrá arreglar la inteligencia artificial. Cuentan que todo está en la nube. Pero la nube está cada día más negra. Un día de estos descargará, caerá un chaparrón y el suelo de las ciudades se inundará de ordenadores obsoletos, libros viejunos de cocina, máquinas de capolar, recibos de la luz, bolas como “Alexa” que me dan tanto miedo, fotografías de color sepia, capelos cardenalicios, fajines de generales, cascotes de los foros de Davos, cardos borriqueros, el codillo del brazo de santa Teresa, escapularios de las hijas de María con olor a alcanfor y trozos rugosos de cerebros de altos dignatarios y de asesores fiscales. Se cuenta en “Cristo versus Arizona” que “cuando el verdugo le da marcha a la palanca de la silla eléctrica en las cercanías del condenado comienza a oler a carne asada y a ozono, y que en las cámaras de gas se huele a almendras amargas y a melocotón verde”. Toda esa información está en la nube de Google, que no es un hidrometeoro sino una  red mundial de servidores remotos que se encuentra en el valle de Josafat, aquel valle que tanto le gustaba a Eugenio d’Ors. La nube no sé a qué huele. Puede que a casa de agonizante, por decir algo.

 

No hay comentarios: