De la misma manera que los diarios ponen en conocimiento del
lector qué niño o niña ha sido el primero en nacer al comienzo del año, me
gustaría de la misma manera conocer qué persona ha sido la última en morirse antes
del sonido de las campanadas de la Puerta del Sol. Nacer y morir forman parte
de la vida. Son los dos extremos de la misma cuerda. Lo cierto es que cuando
eres niño te educan para que seas hombre de provecho, algo que nunca he sabido
bien en qué consiste. Siempre supuse que ello gravitaba en llevar una vida
ordenada, ascender en el escalafón de la empresa, jubilarte con el piso pagado
y que, tras morirte haciendo poco ruido y causando las mínimas molestias,
tenías una esquela del número 5 en el
diario ABC. Si te mueres sin tener una esquela del número 5 en página par en
ese diario y sin tener un apellido compuesto es como si no te hubieses muerto
del todo. Te conviertes en un vecino del barrio al que desde hace días que no
se le ve cada mañana en el bar de costumbre tomando café con leche y una
ensaimada. Nadie le dará mayor importancia. Al final, aquellos que te conocían
se enterarán de que te has muerto cuando al coincidir con la viuda en la fila
de la pescadería alguien le pregunte: “¿Qué tal lo llevas?”, y ella responda
con un lacónico “como se puede, ya sabes…, de esas maneras”, al tiempo de
emitir un apagado suspiro. Antes era distinto. El luto en la forma de vestir
era un silencio elocuente que ya no se estila.
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