Es mansa la noche cuando entra en un punto de imposible retorno. Ese instante fatal en el que a toda la crápula le pasma el miedo de que el sol no vuelva a salir por donde acostumbra. Esa hora perfumada, indefinida tal vez, en la que los gatos urbanos evitan hacer ruido sobre los tejados del Casco Viejo con edificios apuntalados, solares llenos de inmundicias y ejércitos de ratas escurriendo el bulto de un borracho crónico que intenta matar a escupitajos a una luna llena vestida con su más escotado y brillante traje de lentejuelas. De “Sonderklasse” sale un olor a clase media. En su interior permanecen los supersticiosos del infarto que son conscientes de cuándo les tocará, mientras las mozas, maduritas como membrillos, se mueven de un lado para el otro de una barra de acero inoxidable buscando al tonto que les pague un cóctel amargo, casi purgante, con un toque de angostura. En el viejo piano “Stela & Bernaregui”, don Ciriaco mueve los dedos con soltura sobre las amarillentas teclas interpretando ‘Take Five’’.
--Anda, Ciriaco, intenta una zamacueca--, le grita un tipo con pinta de fanfarrón saliendo del váter y subiéndose la cremallera de la bragueta.
Pero don Ciriaco no se inmuta. Sus dedos sobre las teclas semejan cascos de caballos salvajes. Una chica rubia y pálida le pide a la camarera un zumo de guarapo pilé. La camarera, de gafas y cuerpo apretado, le sirve el zumo solicitado y le deja una uña postiza dentro del vaso a modo de guinda. Un edil de no sé qué, cliente habitual de ‘Sonderklasse’, intenta convencer a su acompañante de la importancia que el transporte colectivo tiene para la ciudad. El sonido de una sirena de ambulancia moviendo tabas rompe el misterio de las sombras y una fina lluvia comienza a caer con mansedumbre. El relente de la amanecida todo lo devora.
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