Ahogados en la melancolía

Las anguilas están desapareciendo porque la
gente se come las angulas, que no tiene nada que ver con ese sucedáneo que
salió al mercado en 1991 con el nombre comercial de “la gula del Norte”, de la empresa ‘Angulas Aguinaga’, un surimi
(pescado picado) a base de peces de muy
baja calidad sometidos a diferentes procesos en los que se le añade
agua, fécula de patata, clara de huevo, proteínas vegetales, sal, saborizantes
y sabe Dios qué más, todo ello convertido en unos fideos grises con el ojo
pintado que dan el pego. Se sirve en una cazuela pequeña de barro con aceite, ajo y guindillas. La palabra “gula” es el término comercial de ese producto
inicuo. Se diferencia de los alevines de las anguilas en dos cosas importantes:
en su precio y en su sabor. La gente las come y hasta le saben tan ricas. Hoy, como digo,
ya hasta llevan ojos sombreados como la Lirio. Las probé en una ocasión y me parecieron lo más
parecido al timo de la estampita. Es como pintar una ciruela de amarillo y
pretender venderla como una duraznilla. Como suele decirse, “aunque la mona se
vista de seda…”. Soy de ideas fijas: si
no puedo comer langosta, como mejillones, y si no puedo beber champán francés
me tomo un cava de San Sadurní de Noya, (que en castellano se diría San Saturnino
de Noya). Por cierto, “Noya” es una
transliteración castellana de la palabra catalana "Anoia"
(chica, muchacha) que nombra una comarca española en la provincia de
Barcelona, cuya cabeza es Igualada. O sea, que nada es lo que parece. Estoy
seguro de que el día que desaparezcan del todo las anguilas ya idearán algo
parecido en su forma y sabor que al comensal le sepa a gloria bendita. Desde hace mucho
tiempo ya las hay, pero de mazapán con relleno de yema confitada o cabello de
ángel. Tienen también ojos, que son bolas de azúcar, y unas escamas de
láminas de almendras recubiertas de azúcar glas. Son típicas de Toledo desde
finales del siglo XV tras la expulsión de los judíos. Aquellos que quedaron,
los conversos, tuvieron que adaptarse a las costumbres católicas, siempre
vigilados por la Inquisición. Pero como la Torá les prohibía comer, entre otras
cosas, pescado sin escamas y aletas (como
la impura serpiente) idearon ese singular producto de confitería. Las escamas
(láminas de almendras) las añadieron más tarde. Cuenta una leyenda que, en
el siglo XIX, las anguilas eran un manjar muy
apreciado en Toledo. Provenían del río Tajo y, además de
consumirlas habitualmente como plato típico, también se utilizaban para depurar
el agua de los aljibes de la zona. Hasta que un día desaparecieron del río la
misma manera que yo me quedé sin abuela. Recuerdo cuando de niños jugábamos a
saltar en la espalda de otros, hasta que los que nos soportaban subidos sobre
ellos acertaban lo de “churro, media
manga o mangotera” que decía uno de los niños extendiendo el brazo y
marcando una de las tres posiciones. En Calatayud y su alfoz se decía “sardina, barbo o anguila”, que como se
dice por estos pagos, “para el caso, de Tauste”. Ay, las anguilas se marcharon
del tajo sin llevarse las llaves de su casa de Toledo, como hicieron los sefardíes
como símbolo de esperanza para un eventual regreso. Pero nunca regresaron y se
ahogaron en su melancolía. Aquí termino por no aburrir al lector a la manera
en que concluye “El Quijote”, con un
lacónico “Vale”, que funciona como una fórmula de despedida de frío andén de estación.
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