Aquel compañero de viaje por las trochas del antiguo Reino de León me dijo que se llamaba Cirilo Moscatel y que era villamontano de nación, de Villamontán de la Valduerna, el lugar donde se producen las mejores alubias de España aunque la fama se la lleve La Bañeza. León siempre acogió de buen grado a los foramontanos, tanto a los que llegaron desde Cudillero por Villablino como a los que atajaron desde Unquera por Cistierna. Los de Santander fueron aún más lejos en su diáspora. Por las trochas de Frómista dieron con sus huesos en Toro. Y los de Laredo hicieron meta en Burgos.
--Oiga, Cirilo, ¿y usted dónde ha leído eso?
--Pues, si le digo la verdad, no sabría decirle… Será por haber comido pan de muchos hornos. Si se refiere usted a lo de los foramontanos le diré que lo leí en una fonda de Trespaderne. Alguien se dejó un libro, no sé si por olvido, sobre la mesa de la habitación que me tocó en suerte. Lo estuve hojeando y me quedé con la copla. Cuando abandoné la fonda lo volví a dejar donde estaba. Más tarde me arrepentí de no habérmelo llevado. Era de gran interés, pero a la vieja mochila no podía añadirle más lastre.
--Claro, claro...
Por la carretera secundaria llena de baches apareció un hombre con cara de suela de zapato sobre un carromato destartalado. Portaba unos sacos de carbón. Nos saludamos sin detenernos. Tanto Cirilo como yo buscamos un ribazo para comer algo del morral, tomar un trago, liar un cigarro y echar la siesta. Al fondo aparecía la silueta de una iglesia de Villadiego, que no es astilla de León sino de Burgos. Un lugar donde todos parecen hidalgos venidos a menos y que hablan un castellano cristalino. Allí se venden alforjas y alpargatas. Cada pueblo tiene sus peculiaridades.
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