Hay que invocar a san Miguel arcángel para protegernos del Maligno. Al menos eso cuenta Jorge Fernández Díaz en su artículo de hoy en La Razón. De Gabriel y de Rafael, dos colegas que se encuentran en el mismo escalafón celestial, no dice nada ese meapilas, al menos de momento. Pero ¿quién es el Maligno? Junto al Mundo y la Carne, el Maligno conforma a los enemigos del alma. ¿Y cómo tienta el mundo? Según el ‘Astete’, “provocando al mal con sus depravados ejemplos, con sus escandalosas palabras, y con las mofas y desprecios”. ¿Y la carne? “Es nuestro mismo cuerpo con sus sentidos, pasiones y malas inclinaciones". Por eso parece recomendable no acudir a saunas ni apoyarse en el quicio del las mancebías, que luego pasa lo que pasa… Muerta Gina Lollobrígida, ya longeva, solo queda una carne, a mi entender exenta de pecado: el glorioso solomillo ‘Chateaubriand’, a ser posible acompañado de un buen ‘rioja’. Pero, como iba diciendo, eso era lo que afirmaba el ‘catecismo del padre Astete’ de 1787, que nos obligaron a estudiar en la escuela a los educandos de mi edad durante el franquismo. Aquel catecismo sirvió a la gran expansión católica de la Contrarreforma y la evangelización del Nuevo Mundo. Y si no lo sabías de carrerilla, no podías hacer la Primera Comunión, que -como afirmaba el párroco- iba a ser el día más feliz de nuestra vida. Para mí no lo fue. Casi me ahogo cuando Lorenzo Bereciartúa, obispo auxiliar, me metió en el Seminario de San Carlos de Zaragoza la oblea consagrada hasta el garganchón con muy poca delicadeza. Gaspar Astete (1537-1601) con aquel cuadernillo grapado (del tamaño del “Calendario zaragozano” editado por primera vez en 1840 por el astrologo español Mariano Castillo y Ocsiero) vendió más ejemplares de su catecismo que La Gaceta del Norte entre 1901 y 1987, que fue de tendencia católica, conservadora y monárquica, el principal órgano de la CEDA en el País Vasco durante la II República y con línea editorial germanófila durante la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que lo recibía a diario mi bisabuelo, arceniego de nación, que también se llamaba Miguel, por estar suscrito desde los tiempos de la boda de Alfonso XIII y la bomba de Mateo Morral, donde leía hasta los anuncios, y que subrayaba con tinta verde (que recortaba y que más tarde guardaba en una caja de zapatos de “Segarra”) los artículos que le parecían de especial interés. A mi bisabuelo siempre le protegió el arcángel san Miguel hasta el malhadado día en el que le volcó sobre su espalda un armario desvencijado una noche invernal, cuando iba a la cama camino de los cien años. Seguro que aquel día san Miguel libraba y carecía de efecto su acción protectora. No le encuentro otra explicación.
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