Posiblemente a un inglés no le
aterraría que un tipo de Bembibre descuartizara a su pareja y metiera sus
trozos en maletas. A un inglés sólo le espantaría que ese indigente presunto
asesino hiciese un alto en el camino, entrase en un bar, tomase un café con
bizcochos de Calatayud, esos que asemejan a suelas de zapato infantil, y los untase en la taza antes de llevárselos a
la boca. Lo de descuartizar a la pareja y más tarde diseminar los trozos de la
occisa por la cuneta de una carretera secundaria sólo impresiona, quizás, a los
españoles, que somos gente que lo pasamos muy mal con estas cosas y le echamos
más puesta en escena melodramática encima que nadie. A los españoles lo que nos
atrae es mover a los muertos de un lugar para otro y hacer sitio con los
esqueletos en los nichos, hasta meter casi con fórceps a otro pariente
fallecido posteriormente. Pero cuando hay necesidad de enterrar a un tercer
cadáver, entonces sacamos los dos
anteriores, los troceamos debidamente y así caben los tres. Con ello nos
ahorramos los vivos tener que pagar derechos reales por 3 sepulturas distintas
y, también, en flores cada 2 de noviembre. Fue Azaña, creo, el que dijo aquello
de que a los españoles les gustaba mucho mover los cadáveres. No sé por qué
razón cuento hoy todas estas cosas. Cada 20 de noviembre me acuerdo de las
lágrimas de cocodrilo de Arias frente a la televisión informando a los
españoles de que Franco había muerto. Pero el cadáver del dictador nunca fue
descuartizado ni metido en maletas de madera con olor a caries de portera. Lo
depositaron en el Valle de los Caídos, detrás del altar mayor y bajo una losa
de granito de 1.500 kilos. Y ahí permanecerá hasta sabe Dios cuándo. Tal vez un
día lejano, pongamos que dentro de siglo y medio, alguien decida exhumarlo,
como ahora han hecho en Reus con el general Juan Prim y antes, en 1946, con
Enrique IV de Castilla en el Monasterio de Guadalupe, y practicarle un
análisis forense. Entonces sabrán nuestros descendientes si realmente murió de
lo que cuentan los informes médicos de La Paz.
A Prim resulta que le asfixiaron con una correa. Nadie lo
había vislumbrado, ni siquiera don Natalio Rivas. Confío en que a Franco, de
llegar el caso, nunca le puedan encontrar los forenses del futuro entre la
lengua y el cielo del paladar el tapón descorchado de una botella de champán.
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