El ministro del Interior, Jorge
Fernández Díaz, ha hecho hoy unas declaraciones en la Asamblea General
de Interpol, celebrada en Roma, que yo, en su lugar, no me hubiese arriesgado a
hacer. El ministro entiende, y así lo ha manifestado sin despeinarse, que “tras
largos y dolorosos años de lucha con más de ochocientos muertos y miles de
heridos en sus espaldas, la banda terrorista ETA ha sido derrotada”. El
ministro, a mi entender, debería ser más consecuente y no recordarnos el último
parte de guerra dado desde Burgos en 1939: “En el día de hoy, cautivo y
desarmado el ejército rojo…”, por una simple razón: la banda terrorista no está
decapitada. En efecto, hay muchos terroristas presos en las cáceles españolas y
en las francesas, pero la triste realidad es que ETA no ha dejado las armas ni
lleva intención de hacerlo. Por tanto,
al no estar esa organización vasca ni cautiva (en su totalidad) ni desarmada, quiere
decirse que puede volver a hacer estragos y a asesinar inocentes en cualquier
momento. El “cese definitivo” en su actividad terrorista vendrá el día que pida
perdón por sus horrendos crímenes a los familiares de las víctimas, que entreguen
todas sus armas y explosivos y que se pongan a disposición de la Justicia para cumplir condena
en instituciones penitenciarias. Mientras esas cosas no sucedan, sería una
postura seria y de rigor que el ministro se abstuviera de hacer brindis al sol.
Todos los ciudadanos respetuosos con la
Ley deseamos que la banda terrorista desaparezca para siempre
de nuestras vidas y de nuestras ciudades y deje de proyectar esa sombra
alargada de ciprés de cementerio. Tenemos derecho a vivir en paz. Pero echar
las campanas al vuelo, como acaba de hacer el ministro Fernández hoy en Roma,
se me antoja más como el deseo de un hombre de bien, que lo es, que la certeza
de una realidad preñada de azoramientos e incertidumbres difícilmente
superables por el común de los ciudadanos.
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