Un editorial de hoy en El País
debería hacernos reflexionar. Bajo el título “Comer mal también mata”, trae a colación algo que ya sabemos pero que
no está mal que se recuerde: “En los países en vías de desarrollo el signo de
la pobreza es la delgadez famélica que causa la desnutrición, en los ricos el
nuevo signo de pobreza es la obesidad”. Resulta evidente que, a menores rentas
familiares, mayor es el consumo de hidratos de carbono y menor el de proteínas.
Y esas dietas “altamente calóricos” a base de comer casi todos los días macarrones y pastas y más de lo necesario
bollería industrial, “en combinación – como también recuerda El País- con un
estilo de vida sedentario que, en el caso de los más pobres, se traduce en
largas horas de pasividad frente al televisor”, dan como resultado los datos
que ya conocemos y que tiene preocupada a la OMS.
En muchos domicilios ya ni se pone la mesa. A este paso se va
a olvidar el uso de manteles, cubiertos, copas y las buenas composturas. Observo
que deben hacerse muchos bocadillos caseros con sólo prestar atención a la
cantidad de barras de pan, casi siempre de un pan infame, que se adquieren en
los supermercados de los barrios. Del mismo modo, también observo que a muchos
restaurantes de medio pelo les han añadido en su rotulación la horrorosa
palabreja de “bocatería”, locución que
ignoro si se habrá incorporado a la nueva edición del Diccionario de la
RAE. Sí sé que existieron las botillerías,
que convivieron con las alojerías. Pero me da que “bocatería” es un barbarismo
derivado de eso que en lenguaje coloquial se denomina como “bocata”, siempre referido
a bocadillo y que no debe confundirse ni con piscolabis ni con refrigerio ni
con tentempié, que hacen referencia a algo ligero sin concretar qué y que se
toman entre horas, como puede ser un montadito de pisto o un pincho de
tortilla. Por cierto, la cultura del montadito, es decir, algo montado sobre
una fina rodaja de pan, es muy anterior a la del canapé, el sándwich y el
bocadillo. Proviene nada menos que del siglo XV.
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