Llevo ya varios días leyendo “El
recuadro” de Antonio Burgos y comprobando su constante elogio al, para algunos
pasado de moda, traje de mil rayas. A mí también me gusta. Leo no sé dónde que
la tela “seersucker” fue descubierta por los británicos en la India durante el período
colonial y que su nombre proviene del indostaní, de las palabras shir-o-shakar
(leche y azúcar). Sostiene Burgos, (“Vuelve el mil rayas”, Abc de Sevilla,
14.08.14), que “cuenta la leyenda sartorial que fue moda que inventó un
fabricante catalán de tejidos, a quien, tras la pérdida de Cuba y Filipinas, se
le quedaron colgados en los almacenes kilómetros de tela de rayadillo de
algodón del uniforme colonial de nuestras tropas. A aquel catalán con el género
colgado se le ocurrió dar una salida civil al estocaje de rayadillo militar del
Ejército e inventó el traje de mil rayas para el verano”. Sea como fuere, el
traje de mil rayas, si es de algodón, es fresco y elegante aunque se arruga con
suma facilidad. Hay quienes piensan que ya no se estila. Otros, que vestido de
esa guisa asemejas a un mafioso de la Toscana.
Claro, los que así piensan suelen ser de esa clase de tipos
con aversión a la ducha, que se pasean en verano con una camiseta de la feria
ambulante enseñando el ombligo y los pelos del sobaco, unas chanclas que hacen
ruido de aplauso al caminar y unos pantalones pirata cochambrosos propios para
pescar barbos en una charca. Vamos, ni caso. Es necesario recuperar lo antiguo,
también en la forma de ataviarnos, en un intento no sé si vano de
perseguir hasta encontrar el camino
inverso a nuestra particular desolación.
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