Acabo de leer con detenimiento,
para eso es domingo y no tengo mejor cosa que hacer, un artículo de Matías
Vallés, licenciado en Química además de columnista elegante, en un periódico de
provincias. Cuando escribo “de provincias” no es que haga de menos tal
publicación sino que es difícil poder encontrarla en los quioscos de fuera del
ámbito de su comunidad autónoma por su pequeña tirada. Pues bien, ese artículo
de Vallés, “Supongo que me has leído”, hace referencia a la egolatría de determinados aficionados a la pluma que, de hito en hito,
como dirían los cursis, envían un “trabajillo” a la redacción de esa prensa
local (mansa hasta la grosería y que se mantiene en pie merced a los anuncios
oficiales), en la confianza de que vea
la luz y sea publicado en una sección distinta a la de “cartas al director”. Y
el día que el autor consigue publicar su
colaboración gratis, -pongamos por caso “La mecánica peripatética según la
teoría de Aristóteles”, en la que su autor expone la teoría de los ímpetus-, de inmediato compra varios ejemplares; y uno de ellos lo
paseará bajo el brazo calle arriba, calle abajo, se lo enseñará al conocido de
barra cuando tome una caña de cerveza,
lo recortará, lo pegará en un folio y lo archivará en una carpeta especial
que esperará completar con las
siguientes colaboraciones. Y si un día alguien, aunque sólo le conozca
de vista, tiene la mala suerte de toparte con él y le suelta carrete, entonces
el columnista le invitará a su casa a tomar café, le sacará la carpeta, le leerá
su primer artículo publicado con voz engolada y aprovechará para explicarle en
qué consiste un sintagma pronominal, qué son las oraciones yuxtapuestas y qué
es eso de la perífrasis. Dos semanas más tarde, con suerte para el nuevo
colaborador, aparecerá en la misma página del mismo diario otro trabajo suyo y éste
volverá a actuar de la misma manera, pero con algunos añadidos. Así, cada vez
que se encuentre con el conocido de taberna o con un vecino de escalera le
soltará de inmediato el consiguiente “supongo que has leído lo que he escrito”,
obligando a su interlocutor a decir una mentira piadosa. Pero si el conocido
con el que se acaba de topar le dijese que espera leerlo después de comer,
entonces sería cuando el articulista aprovechara para hacerle un avance en
forma de “trailer”, como si se tratase de una película: “Verás, chico, hoy
escribo sobre el Peñón de Vélez de la
Gomera y los efectos del terremoto de 1930”. Te encantará”. “Sí,
sí, seguro…”, le responderá el conocido por dejar la fiesta en paz.
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