Leo que desde mañana habrá ocho
cambios en las etiquetas de los supermercados sobre consumo alimentario. Será
obligatorio especificar con más detalle, de acuerdo con una directiva
comunitaria. Informar sobre 14 alérgenos, usar un tamaño de letra más legible,
identificar el origen de los productos de consumo, señalar qué tipo de “aceite
vegetal” se utiliza en su composición, la fecha de congelación, etcétera. Me
parece estupendo que tales medidas redunden beneficien de nuestra salud. Pero,
no sé, me da el pálpito que siempre existirá la picaresca. Y es que leer todo
el etiquetado se me antoja que equivaldrá a repasar con cuidado el BOE, que es un diario vidrioso y casi
tan aburrido como El Correo de Zamora,
o aquella etiqueta que llevaba adherida
el “Vichy Catalán” hasta hace poco
tiempo. Porque, vamos a ver, ¿puede
alguien decirme qué aceite se utiliza en las freidurías que tanto abundan en
Sevilla? ¿Existe alguien que sepa cuantas veces se ha recalentado el aceite de
una churrería de feria? Y cuando vayamos a un restaurante, ¿nos dirá el
camarero de qué océano ha llegado la urta a la roteña que nos vamos a zampar?
De momento sólo sabemos que si ésta es pequeña se le llama “catalineja”, pero
nada más. ¿Y su procedencia? Porque si la urta se pesca en La
Línea de la
Concepción, el origen será España; pero si se pesca unos
metros más allá, o sea, entre los adoquines espinosos de cemento que Picardo echo al agua en Gibraltar para
romper las redes de los pescadores de Algeciras, su origen será el Reino Unido.
La culpa, de tenerla alguien, habrá que atribuírsela al Tratado de Utrecht, así que las reclamaciones al maestro armero, o
sea, a Felipe V.
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